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Día 54 en estado de alarma: verano

Verano /Foto: Luis Serrano

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Desde que estamos confinados poco importa en qué día vivimos porque prácticamente todos son iguales. Y lo que es peor, ya empiezan a serlo los meses. Que ha empezado el verano nos los dirán las temperaturas, que por cierto ya se han disparado en esta tierra y nos dejan el bigotillo mojado detrás de la mascarilla, nos vetan pronto las azoteas que eran nuestra liberación y nos dificultan el paseo a la hora infantil.

Mientras hay epidemiólogos que vaticinan un rebrote para julio y agosto, y otros expertos que ven en el calor un aliado contra la pandemia, lo cierto es que el último día de colegio, que suele marcar el inicio de la rutina veraniega para los que somos padres, se diluirá en la nueva realidad -la chunga- con el apagado de la última vídeoconferencia con el profesor de turno como gran cambio.

Para entonces, ya se deberían haber superado las fases de libertad que nos han marcado para encarar unas vacaciones que para la mayoría serán distintas a lo que había imaginado. No ya porque no podamos viajar a casi ningún sitio o porque vayamos a estar en un hotel de aforo limitado o quizá tumbados en la playa sin oír -por fin- a la familia de la sombrilla más cercana. No por eso, sino porque ese estado que todos ansiamos y bautizamos como ‘después del coronavirus’ es un espejismo y debemos resignarnos a lo que nos brinde la existencia ‘hasta la vacuna’. (La ventana de Olga)

Mi pueblo

Cuando escuché que el plan de desescalada iba a ser por provincias, lo primero que me vino a la mente fue Sevilla. E inmediatamente después, Ávila. No sé ustedes, pero yo soy veraneante de pueblo. De esos que tienen su pueblo y a sus amigos a más de 400 kilómetros (462, con precisión Googleriana). Hay gente que tiene un pisito en Matalascañas, pero en mi casa somos más de sierra.

Mi abuelo era bolero, de Santa María del Tiétar, y agosto, el mes del pueblo. Allí, aparte de descansar, no hacemos mucho en verano, no crean, pero lo que hacemos, lo hacemos bien. Desde tomar una cerveza con torreznos en José Ramón, al café de Virgi. Desde la piscina por la tarde, a un mojito (o una leche merengada, depende de cómo haya ido el día) por la noche. Desde una vuelta por la cañada a sentarnos enfrente de la parada, a la fresca. Desde coger el coche para tomarnos una copa en el Korrigan, a quedarnos hasta las seis de la mañana con la orquesta Venecia. Desde la ronda a la virgen el 14 por la noche, a unos bollos con limonada en la plaza de Escarabajosa la mañana del 15. Desde bajar a Fermín a tomar cuchifrito (que no crean ustedes que por ser verano no hay que cuidarse) a prepararse unas hamburguesas de Miguel Ángel. Y todo esto, acompañados de los amigos. Esos que están lejos pero se sienten cerca. Esos a los que ves menos de lo que querrías, que planeabas abrazar en semana santa, hasta que llegó el bicho y nos cambió la rutina y la vida. Pero hay cosas que ni un virus podrá cambiar y es que este verano, nueva normalidad mediante, empaquetemos y nos vayamos a pasar el verano al mejor lugar del mundo. Mi pueblo. (La ventana de Irene)

Esperando el calor

A estas alturas del mes de mayo, quién más quién menos tendría sus vacaciones pedidas, planeadas y, una parte de ellas, sino todas, pagadas. Casita rural en Asturias, apartamentos en la playa, ruta por el románico centroeuropeo... De hecho, a más de uno le ha cogido con el paso cambiado esta pandemia, con vuelos, hoteles y demás pagados, a veces recuperables y otras veces dándolos por perdido.

Cuando hablo con mis amigos, todos estamos igual, muy descolocados y sin saber qué hacer, pero todos enfatizamos en lo positivo. Bueno, habrá que pensar que es un verano diferente, lo importante es salir de ésto, y un largo etcétera de frases y pensamientos positivos. Pero sólo hay que esperar a que apriete la chicharra para que toda esa buena voluntad se convierta en un horror. Porque cuando empiece a apretar el Lorenzo, el día se haga interminable y no dé tregua, entonces vamos a tener que tirar de todos los manuales de Paulo Coelho, Jorge Bucay, la meditación Zen en cuatro pasos, algún tutorial de relajación budista y alguna que otra posturita de yoga que no de mucho calor. Si eso no da resultado, pues a dibujar mandalas.

Será entonces cuando nos acordemos del virus y la madre que lo parió, cuando veamos caer las hojas del calendario y cómo perdemos nuestros días de ocio más deseados. Porque después de la que llevamos encima, que no pudimos disfrutar de las vacaciones de Semana Santa y los días de feria, ni un fin de semana de escapada, el deseo aumenta de manera exponencial.

Yo tengo muchas ganas de vacaciones de verano, de salir, de soltar amarras y sentir de nuevo el aire fresco del mar. Entretanto, ya he sacado las chanclas y estoy todo el día por mi casa en pantalones cortos, tratando de calmar el ansia de echar a correr, y no precisamente a un kilómetro alrededor de mi casa. (La ventana de Luis)

“¡Soy una niña!”

Carmen Mauri no sabe aún si este año irá a su playa favorita, la de Sanlúcar de Barrameda. Pero ella, por si acaso, ya se ha vestido de hawaiana. Sus padres se dedican al cine, así que cuando supieron que ella venía de camino, no lo dudaron: se llamaría Carmen, como homenaje a la chica Almodóvar. Aún no sabemos si nuestra niña será actriz, solo tiene tres añitos… ¡pero ya apunta maneras!

Dice su madre que Carmen ha sido buenísima durante toda la cuarentena. Obedece, está feliz de pasar tanto tiempo con sus papis y disfruta de esos ratos de libertad que le vamos conquistando al virus. El primer día no quería salir de paseo, porque decía que “había virus”, pero se fió de su madre Paola, porque es “inocente y confía en los mayores”.

Para una ocasión tan especial, Carmen Mauri terminó eligiendo sus mejores galas: un vestido de tirantas con mallas largas. A su atuendo veraniego le añadió calcetines de invierno, que asomaban bajo las chanclas, y una elegante horquilla de lazo sobre su pelo despeinado.

Y así, de esa guisa, se lanzó a la calle, se subió a la bicicleta y, mirando al cielo, gritó: “¡Soy una niña, señores, soy una niña!”. Después se puso a cantar y regresó a casa con mamá. Cuando lleguen los días más calurosos de verano, a ella le dará igual: le pillarán vestida de hawaiana y bailando el ula ula. (La ventana de Alejandro)

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