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¿Quién cuidará de mi hijo?

La vulnerabilidad de las personas de edad. / Juan Miguel Baquero

Juan Miguel Baquero

Antonia arrastra en su pesado caminar signos evidentes de degradación física. La edad no perdona. Las mañanas que hace sol sale a la puerta, da un pequeño y costoso paseo por su barrio y aprovecha un rato de luz. Vive con su hijo, Rafael. Un buen tipo, dicen, que habla siempre con la gente que pasa apostado tras su bigote de persona mayor, la cincuentena pasada y una diáfana disminución síquica. Están solos. Madre e hijo, no hay más. Y son pobres. ¿Qué le ocurrirá a él cuando ella no esté? O al revés.

La historia de Antonia y Rafael (nombres ficticios) ejemplifica a familias en crisis con elementos diferenciales. No solo es la exclusión social o la escasez de recursos, en este caso. O la soledad, en ocasiones. También el futuro cuando falte uno de los que forman el reducido hogar. ¿Cómo es el mañana? ¿Quién comprará pan y víveres a Antonia si Rafael no está? Si enferma, ¿quién llama al médico? Y si la parca la reclama… ¿cuántas noches habrá sufrido Antonia con esa previsible realidad? ¿Quién cuidará entonces a Rafael?

Casi 700 millones de personas son mayores de 60 años. Para el año 2030 serán 1.400. En 2050, 2.000 millones, un 20% de la población mundial según Naciones Unidas. La cuestión demográfica y la dinámica de población darán forma a las principales dificultades de desarrollo que enfrenta el mundo en el siglo XXI. Quien no atiende a sus mayores no atiende su futuro, viene a decir. Las personas de edad tienen necesidades particulares que la sociedad no siempre atiende. Como el miedo a la soledad.

El envejecimiento como reto

El envejecimiento se interpreta como amenaza para el bienestar colectivo en vez de como logro de progreso social. Aparece en la agenda política pero, de manera habitual, como rémora: para el sistema nacional de salud, para mantener las pensiones y la demanda de cuidados de los mayores… Y los derechos humanos están en la base de cualquier esfuerzo, de una mayor atención a la tercera edad.

“¿Tienes hora niño?”. Antonia, cada vez que alguien pasa, repite la pregunta. Da igual las veces a lo largo del día. Como un mantra que la mantenga atada a la vida, una manera quizás de controlar el tránsito devastador de las manecillas del reloj. Un modo, quién sabe, de decirle al tiempo: aquí sigo. A los números que se le digan responde con una sonrisa. Sus ojos también. El resto del cuerpo se mece en un vaivén compulsivo. La enfermedad, que tampoco perdona.

“Estoy mal”, dice sobre su estado de salud. ¿Y su hijo? “Bueno…”. Mira atrás, revisa sus pasos con la mirada. Un vistazo al pasado, quizás. “Ahí sigue”. Es sobria en palabras. “Tiene sus cosas y me ayuda en todo lo que puede”. ¿Cómo superan el día a día en tiempos de crisis? “Tiramos”, con la pensión. El hogar de Antonia y Rafael es un pequeño piso alquilado. En el barrio donde viven, en un pueblo andaluz, no les conocen más familia.

Rafael continúa saludando a los vecinos, en una muestra de timidez y arrojo vital. Y compra los víveres y cualquier cosa que necesiten en casa. En un otoño atípico, Antonia sigue saliendo por la mañana a tomar el sol. Y sonriendo cuando pide la hora. ¿Cómo será el mundo cuando falten?

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