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Andalucía sin andalucismo

Manifestación a favor del proceso autonomico andaluz.

Juan José Téllez

La autonomía andaluza descansa sobre un relato épico, que no hunde sus raíces en las walkirias ni en Braveheart, en la conquista de Albania o en las pompas vanas ancestrales. Andalucía atesora mítica y mística sobradas para disputarle a cualquier otra nación, nacionalidad o comunidad de propietarios el territorio de las leyendas: de Orce a Gadir, la Bética como factoría de bailarinas, influencers y emperadores romanos. Entre vándalos que nos dieron nombre y banderas blanquiverdes sobre las almenas del alcázar andalusí de Sevilla, puerta de América o un conglomerado que incluía a cantaores proscritos, aristócratas latifundistas, poetas del escalofrío, navegantes ilustrados y liberales audaces. No obstante, no se trata de saber quién es el que la tiene más grande: la historia.

Pero no nos vayamos por los cerros de Úbeda. La actual configuración política de Andalucía no descansa sobre esa urdimbre sino sobre la de un nacionalismo surgido en defensa propia, a comienzos del siglo XX y con Blas Infante como futuro padre de la patria. Esa querencia resucitó en los años 60 y cristalizó un 4 de diciembre de 1977 en las grandes manifestaciones surgidas aparentemente de la nada: no era así desde finales del franquismo, mucho después de que Carlos Cano descubriera por primera vez una bandera andaluza en las calles de Barcelona y gente como Ortiz de Lanzagorta, Isidoro Moreno, Antonio Burgos, Antonio Ramos Espejo o José Aumente nos mostraran, cada uno a su bola, que había una Andalucía que no era la del tópico sino la de la memoria invisibilizada.

Andalucía, una ópera coral

El proceso que llevó hasta el referéndum autonómico del 28 de febrero de 1980 también tuvo tintes de epopeya, pero colectiva. El andalucismo era un rumor hasta que se convirtió en un alarido, una queja lastimera hasta que se erigió en orgulloso quejío. Tuvimos entonces un largo panel de héroes, comenzando por Manuel José García Caparrós, asesinado brutalmente en Málaga sin que se le haya hecho suficiente justicia ni a su cadáver ni a su recuerdo. La conquista de nuestro futuro político fue una ópera coral en cuyo reparto cabían responsables públicos, pero sobre todo jornaleros y pescadores, cristianos de base, intelectuales y tonadilleros, maestras de escuela, eruditos a la violeta, poetas en la calle o periodistas.

La actual Junta de Andalucía ha decidido bautizar con el nombre de uno de ellos a una de las medallas que se conceden cada 28 de febrero. Se trata del catedrático Manuel Clavero, sin duda una de las mentes más preclaras del derecho de este país y uno de esos andaluces ricos en aventura que siendo ministro de Cultura en las filas de UCD tuvo el arrojo de dimitir de su cargo y profundizar en ese aparente imposible, el de la existencia de una burguesía andalucista que asumiera un papel parecido a la del País Vasco, Cataluña o Galicia. Bienvenido sea ese reconocimiento hacia ese formidable verso suelto de la derecha meridional al que debemos también uno de los mejores hallazgos de nuestro último estatuto, el de rescatar la expresión “realidad nacional”, que acuñara Blas Infante para que su consignación en el preámbulo del actual estatuto de autonomía impidiera que prosperase ningún recurso de inconstitucionalidad en su contra, justo cuando la palabra “nación” ponía contra las cuerdas al Estatut de Catalunya.

El respeto prácticamente unánime hacia don Manuel no debería excluir al de otros protagonistas de aquella peripecia con final feliz. A lo mejor me anticipo pero lo mismo en los próximos días, la Junta irá desgranando los nombres de otras medallas, que quizá debieran rememorar también a los presidentes de aquella hora histórica, a los concejales en huelga de hambre, a los sindicalistas que no olvidaban su color de identidad junto a las pancartas con sus siglas, a reporteras nómadas, a luchadores diamantinos, a todo lo que fue aquello: una superproducción sin más protagonista que el pueblo soberano.

“La conciencia perdida del pueblo andaluz”

Sin embargo, a corto plazo, el menor problema de Andalucía va a ser el del nombre que lleven las medallas conmemorativas. La reconstrucción del Estado español a partir de lo que termine resultando de la crisis catalana, nos va a dejar nuevamente malparados y sin café para todos a los de aquellas autonomías de segunda contra las que Andalucía se rebeló. Quizá se nos hayan nublado de nuevo las remembranzas y pensemos que, en aquella época, nos alzamos desde el sur por la unidad indisoluble de España, y no por la letra retocada del himno, por Andalucía libre, España y la humanidad. Ahora, la humanidad se ahoga en un cambio climático al que ayudan los grandes intereses económicos del negacionismo, España está en tenguerengue y Andalucía no existe más allá de los discursos oficiales.

Hace unos días, miles de personas se lanzaron a las calles de Córdoba para recobrar el espíritu de la transición andaluza y afrontar los restos de las que nos queden por atravesar. Con José Chamizo o Antonio Manuel Rodríguez, entre sus promotores, la Plataforma Andalucía Viva reclamaba la recuperación de “la conciencia perdida del pueblo andaluz”. Un buen síntoma, junto con dos amagos políticos que quizá tenían que ver con un pulso interno pero que suponen dos propuestas sobre las que sus impulsores deberían retornar: el frustrado intento de Adelante Andalucía a la hora de intentar la reconstrucción de un grupo andalucista en el Congreso, o el conato del PSOE andaluz de segregarse del Federal a la manera del PSC, hipótesis bastante complejas ambas, pero interesantes al primer vistazo.

Andalucismo e identidad cotidiana

Sin embargo, nada de todo ello valdrá sin Andalucía toda, aquel espíritu que circulaba por las canciones de la radio y los balcones de geranios, por las escuelas y las marquesinas, por la Andalucía vaciada y por la hacinada, por aquel tiempo pobre que, sin embargo, fue capaz de acuñar sueños sin tacañería. Hoy somos más y distintos. Hay otros colores y otros acentos que ya son tan andaluces como el que más, hay empresarios, parados y ciberactivistas, hemos cambiado las multicopistas por las redes sociales, sabemos leer y supuestamente los más jóvenes ya aprendieron todo esto en clase. Andalucía existe, ha existido desde un arcano tiempo de leyendas. Pero sin andalucismo –y no hablo necesariamente de aquel partido desguazado por sus errores-- puede quedar reducida a la condición de mito, un papel romántico sin duda, cargado de épica, pero que no sirve para financiar hospitales, colegios públicos y esas tonterías presupuestarias que forman parte de nuestra identidad cotidiana.

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