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Cadena perpetua

Miguel Lorente

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Jugar con el dolor ajeno es fácil, pero hacerlo como instrumento con el que obtener réditos es, sencillamente, perverso. ¿Qué sentido tiene reunir a la familia de Marta del Castillo Casanueva en un foro para hablar de cadena perpetua?, ¿qué es lo que el padre y la madre de Marta pueden aportar más allá de la experiencia desgarrada de sus vidas?, ¿cómo se puede jugar con su dolor para justificar y amparar unas reformas legislativas que rompen con el espíritu que la Constitución recoge para la pena, además de desviar el foco hacia la sanción, que nunca evitará los casos, en lugar de dirigirlo hacia la prevención que sí puede impedirlos?

Hablar de la cadena perpetua es legítimo, pero hacerlo con el sufrimiento de una familia que aún no ha podido dar entrada al recuerdo de su hija asesinada no aporta nada, salvo la excusa para reivindicar en su nombre algo que lleva el sello de una ideología que entiende que hay personas marcadas por su destino, y que es mejor apartarlas de la sociedad. Es lo que ocurrió cuando después de su intervención el resto de los participantes incidieron en la petición de la cadena perpetua, y cuando se hizo mención a la carta que el Ministro de Justicia, Ruíz Gallardón, envió a la familia el pasado jueves comunicándole que la reforma del Código Penal incluía la pena de “cadena perpetua revisable”.

El Ministro Ruiz Gallardón se ha empeñado en iniciar un viaje al pasado, y en hacerlo para transitar por los peores barrios de un tiempo que el progreso de la sociedad se encargó de abandonar. Lo quiere hacer con el aborto y lo hace con las penas, con esa cadena perpetua que plantea y con la custodia de seguridad para dejar a los condenados en prisión más tiempo del que establece la propia condena. Este tipo de medidas fueron ya propuestas dentro de la Escuela del Positivismo Criminológico en el siglo XIX por autores como el médico y criminólogo Cesare Lombroso, el jurista Raffaele Garofalo y el sociólogo Enrico Ferri. Según sus planteamientos, la conducta criminal nacía de la peligrosidad de personas que por sus características físicas, psíquicas y sociales se convertían en individuos peligrosos, hasta el punto de llegar a hablar del “criminal nato”. Ante esta situación la sociedad lo que tenía que hacer era defenderse y, en consecuencia, la pena no iba en función de la conducta realizada, sino del peligro que generasen para los demás. Y, claro, quien decidía si se trataba o no de sujetos peligrosos eran personas que entendían que determinadas actitudes, ideas, creencias… “ponían en peligro” su status, valores y privilegios.

En nombre de peligrosidad social y de peligrosidad criminal se han cometido las barbaridades más grandes, incluida el desarrollo normativo de leyes como la de Vagos y Maleantes de 1933 y la de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970, normas que por el simple hecho de pertenecer a uno de los grupos considerados por la sociedad como “peligrosos”, como por ejemplo los alcohólicos, los vagabundos, los homosexuales, determinados enfermos mentales… mantenían a las personas encerradas de por vida en algo parecido a lo que ahora, salvando distancias y acercando procedimientos, se quiere llamar “custodia de seguridad”.

Siempre es triste oír hablar de estas cuestiones evitando entrar en la verdadera prevención de la criminalidad y la delincuencia, objetivo que pasa por conseguir una verdadera justicia social, no sólo una Administración de Justicia, pero utilizar el dolor de las familias me parece terrible y de personas sin escrúpulos. Ruiz Gallardón sabe que en una democracia el objetivo de la pena debe ser la resocialización. La Justicia no puede ser vengativa sobre unos pocos, sino una referencia y un ideal para todos.

Y también saben, el Ministro y quienes le dan amparo y respaldo, que el aumento de las penas no ha disminuido la criminalidad en ningún país, ni siquiera con la pena de muerte, del mismo modo que la cadena perpetua del asesino de Rocío Wanninkhoff (1999) no habría evitado el asesinato de Sandra Palo (2003), ni la de este asesino habría hecho imposible el asesinato de Mari Luz (2008), ni el de Marta del Castillo (2009). La pena siempre es individual, en cambio las medidas preventivas actúan sobre toda la sociedad.

El Ministro de Justicia ya explicó en el Parlamento su teoría sobre cómo las ayudas sociales y económicas ayudarían a las mujeres a no abortar, sería interesante saber qué piensa sobre cómo pueden afectar los recortes en la educación, la precariedad laboral, el empobrecimiento de la población… en la prevención o potenciación de las conductas delictivas.

Los padres de Marta del Castillo no estuvieron solos en ese foro, también los acompañaron la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, el Ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, la alcaldesa de Madrid, Ana Botella, la Delegada del Gobierno de Madrid, Cristina Cifuentes, Esteban González Pons y cerca de 200 personas. Ninguno de estos asistentes pudo escuchar nuevas teorías criminológicas o factores relacionados con la delincuencia del siglo XXI, sólo el relato desgarrado de unos padres que han perdido a una hija asesinada como parte de una violencia de género, que luego esos mismos sectores no quieren reconocer como realidad y prefieren esconderla dentro de hogares y familias.

Todos aplaudieron al final, pero mientras los políticos y organizadores entendían que esos aplausos eran un apoyo a su propuesta de cadena perpetua, lo que en realidad significaban era el abrazo de la gente a ese padre y a esa madre destrozados.

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