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Frente al fatalismo, empleo y convivencia

Ciudadanos hacen cola ante una oficina de empleo antes de su apertura.

María Iglesias

Un fantasma de fatalismo recorre España. Yo diría que Europa y el mundo. Pero donde lo constato, tras las elecciones andaluzas, es en la propia Andalucía y de viaje a Madrid. Mujeres y hombres, de diversas profesiones y orígenes –incluso migrantes-, más jóvenes que mayores, hasta progresistas, alzan los hombros con impotencia y sueltan: “La historia es cíclica”, “vamos al desastre”, “es inevitable”, “habrá violencia”, “hay cosas que sólo con…”, “en un momento dado, si tiene que haber un…”

Preferiría atribuir este abonar la confrontación solo al president de la Generalitat, Torra, y su alusión a la vía eslovena. No porque él sea independentista, sino porque una irresponsabilidad individual me preocuparía menos que una temeridad colectiva. Pero reconozcamos que la violencia verbal se instala entre nosotros. La visceralidad. Estamos que saltamos. Y hay que frenarlo. Porque, como sociedad, como conjunto de individuos que llevamos cuatro décadas decididos a convivir, con nuestras diferencias, según unas reglas de civilidad y respeto, compartimos una serie de objetivos. El primero –bien lo recuerdan los mayores y por eso ellos son los que menos incurren en lanzar frases gruesas con ligereza- es evitar a toda costa llegar a la violencia física. Que nunca ha construido. Sólo destruido. Y con sufrimiento hondísimo.

El fatalismo está también detrás de los votos-protesta, votos-castigo que acaban de dar la llave del gobierno de una región socialdemócrata 36 años a un partido sin programa, estructura, implantación, ni propuestas, que cabalga a lomos sólo del exabrupto. Contra mujeres, homosexuales, extranjeros y cualquiera que tenga otras ideas: la gente de izquierda, pero incluso los de centro y derecha no vociferante, “mariconservadores”, les llaman, mientras pactan con ellos cómo reemplazar juntos al PSOE de la Junta.

Pero también el fatalismo explica que a escala estatal se quiera confiar en que la irrupción ultra en Andalucía sea “vacuna” para las elecciones del 26 de mayo –europeas, autonómicas, municipales y quizá generales-. Que asuste tanto como para evitar la abstención que aquí abajo acaba de ser del 40%... por algo.

Remar juntos

Sería, creo, un error. El fatalismo no es la solución, sino parte central del problema. La socialdemocracia lleva, desde los 90, impotente, rendida, entregada y seguidista de una agenda neoliberal que ha usado la globalización como herramienta para privar de derechos, bienestar, y expectativas de futuro digno a capas más y más amplias de la sociedad. Lo que necesitamos, la ciudadanía en conjunto, es un plan. Una reacción pro-positiva, pro-activa, ilusionante. Un horizonte al que remar juntos. Y donde la brújula apunte a cómo ganarse la vida.

¿Cómo hacer que las personas vivan, con sus necesidades cubiertas, satisfechas, cerca de sus seres queridos y allí donde desean, que normalmente es en su tierra? No hablo de los inmigrantes, convertidos hoy por la extrema derecha en el chivo expiatorio como hicieron de los judíos en los 30-40, sino de tantos nacidos aquí que, o emigran, o están parados, o esclavizados en el pluriempleo para llegar, mal, a fin de mes.

Tras la satisfacción de la transición a la democracia en España, de la construcción europea y ampliación al Este al caer el muro de Berlín, durante demasiados años, especialmente esta década de la estafa financiera (2008-2018), se ha querido negar el futuro a la gente. “Los hijos vivirán peor que sus padres”, hemos oído mil veces. Pero “no ser” es algo que nadie asume de buen grado. Claro. Y de eso se trata: de no poder trabajar, o haciéndolo casi no cobrar, y por tanto comer poco y mal, en pisos que ya no se pueden pagar, con un sistema educativo que cada vez consolida más la desigualdad y la asistencia sanitaria y la justicia en degradación continua.   

Las capas expulsadas del proyecto se van superponiendo. En las ciudades, de las barriadas al centro. Desde los pueblos a las capitales. Temo que los partidos que debieran plantear la alternativa, centrados en el corto plazo electoral, se dejen arrastrar por el fatalismo de pedir el voto “sólo” contra el peligro fascista. Que es real y avanza. Pero que se alimenta, justo, de la desesperanza.

No nos desesperemos que sabemos lo mucho que está en juego, que aún podríamos malograr. El respeto, la capacidad de sobrellevarnos –todos sabemos cuánto nos tiene que aguantar el resto-, en un estado que con sus defectos sobresale en la coyuntura mundial. Exijamos, sí, pero también construyamos juntos mejor país: cada uno en su tarea, grupos de amigos, asociaciones profesionales, de vecinos, AMPAS, busquemos cauces para conectarnos y vivificar trabajo y democracia.

Merecemos más y mejor que el fatalismo feo, triste y peleón que quiere instrumentalizar nuestro enfado para arrastrarnos al pasado. En beneficio, que no nos engañen, de la elite chupasangre insaciable. Merecemos progresar.

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