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Europa: ser o no ser, esa es la cuestión

Van der Leyen

Ruth Rubio

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La pandemia del coronavirus ofrece a Europa una oportunidad singular para decidir si quiere o no ser, y ello va a depender de la medida en que los gobiernos de los Estados miembros que la componen y de las instancias políticas que la dirigen demuestren su deseo de confirmarla como lo único que puede garantizar su supervivencia en el orden internacional: una verdadera comunidad de destino, o, como dirían los alemanes, particularmente adeptos a este concepto, una Schicksalsgemeinschaft.

Para entenderlo, debemos empezar por un diagnóstico adecuado de la Europa pre-pandemia, es decir, de la Europa en la que la desafección popular condujo al primer ejercicio de deserción llamado Brexit. La misma Europa que observa el crecimiento de la ultraderecha y de los nacionalismos xenófobos, muchos de ellos claramente euroescépticos. A nadie se le escapa que a esa Europa llegamos en parte como consecuencia de la crisis económica y financiera del 2008, de cuyos efectos muchos Estados europeos no se han recuperado aún plenamente. Somos también muchos quienes pensamos que a la situación actual también condujo la respuesta en clave de políticas de austeridad que desde las instancias europeas y lideradas por los países del norte se impuso a los más afectados y a los recién llegados al club, en medio de niveles inauditos de desempleo, precariedad laboral, desprotección y creciente desigualdad social entre los países de la Unión y dentro de cada uno de ellos.

Sin llegar nunca a abandonar su ortodoxia fiscal, lo cierto es que, ante el malaise europeo, en marzo del 2016, la Comisión Europea lanzaba la iniciativa del Pilar Europeo de Derechos Sociales desde la comprensión de que el ulterior desarrollo de la dimensión social europea era necesario para reducir las brechas y sus efectos desintegradores tras una década que alteró la percepción de la Unión como una fuerza a favor de la justicia social. En enero del 2019, en medio del vigésimo aniversario del euro, se oía además al presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, dar un paso más y entonar, ahora sí, un verdadero mea culpa, reconociendo haber aplicado una “austeridad irreflexiva”, pecando de insolidaridad y ofendiendo la dignidad del pueblo griego. Retomando la agenda del Pilar Europeo de Derechos Sociales, en el momento de su elección, la presidenta de la Comisión, Van der Leyen, prometía al Parlamento europeo que la Comisión presentaría propuestas legislativas sobre un salario mínimo y sobre un seguro de desempleo europeos. Y en estas llegó la pandemia.

Para entender la dimensión de los retos, pero también la peculiar oportunidad para construir una Europa más unida, que plantea la pandemia debemos fijarnos en lo siguiente. A diferencia del reto de los flujos de migrantes y refugiados (problema al que Europa hasta la fecha no ha sabido dar una respuesta común, alimentando, también así, el populismo euroescéptico por ejemplo en Italia) no se trata ahora de un problema que afecta más a unos países, lo que son fronteras exteriores con los países de mayor procedencia de flujos, sino de una pandemia global que está afectando y afectará a todos los europeos, y que, en cierta medida, dado que el virus no entiende de fronteras, no puede resolverse sino de forma global. Pero también debemos comprender bien el reto que supone que los efectos, no solo en vidas, sino en la merma de condiciones de vida que se van a derivar del congelamiento económico que ha supuesto el parón de la actividad, no va a afectar a todos por igual. Hay y seguirá habiendo diferencias notables entre países, entre regiones y entre los propios ciudadanos, en función de muchas variables.

Recordemos lo obvio. A los ciudadanos europeos la llegada del coronavirus les ha encontrado en Estados con un panorama industrial y sistemas de sanidad pública más o menos robustos y arcas públicas más o menos llenas; con mayor o menor experiencia en la gestión de crisis similares; con mayor o menor índice de desigualdad entre la población y, sobre todo, antes o después en el tiempo, permitiendo a sus gobiernos actuar con mayor o menor prontitud, aprender de la experiencia de otros, y producir o acceder a mercados de productos médicos que se han hecho globalmente escasos. Fíjense en que entre los factores que explican el impacto diferencial de la pandemia se encuentran muchos, la mayoría, que son fortuitos y otros que no pueden atribuirse de forma exclusiva a ningún Gobierno de turno. Las distintas respuestas de los gobiernos europeos obedecerán lógicamente a este conjunto de circunstancias específicas pero también a tradiciones de gobernanza diversas e incluso a concepciones filosóficas, culturales y morales en cierta medida distintas como pone de manifiesto el actual “debate” entre Holanda y Portugal o España acerca de si, desde una lógica utilitarista, tiene sentido dedicar más o menos recursos en las unidades de cuidados intensivos a las personas ancianas, o si, siguiendo una postura deontológica, tenemos todos el deber moral de intentar salvar las vidas de nuestros mayores.

Europa tiene dos maneras de afrontar la pandemia

En este contexto, y sin entrar en tecnicismos, las formas de afrontar la pandemia a nivel europeo son fundamentalmente dos. Una, la que hasta ahora parece predominar, es la de que cada Estado trate de mirar por su interés a corto plazo, sin confiar en la ayuda del prójimo, aprendiendo, en la medida de lo posible, en cabeza ajena y afrontando en solitario el dilema moral y político entre frenar el contacto interpersonal de la forma más rápida y severa para contener al máximo la expansión de la pandemia y frenar la actividad económica con los costes humanos que sin duda esta opción también conlleva. La otra actitud es la de que entendamos que por lo que respecta tanto a la gestión de la crisis sanitaria como a la de la crisis económica que sin duda le seguirá, la obligación moral primaria de cada Estado no se limita a sus ciudadanos nacionales sino que se extiende a los ciudadanos europeos en un destino que se quiere común y que requiere renunciar a un cálculo egoísta acerca de cuánto pone cada uno en la balanza desde el convencimiento de que unidos todos salemos fortalecidos y de que hay muchas formas de contribuir a que un proyecto común salga adelante más allá de las económicamente cuantificables. Esto segundo requiere asumir el coste de la crisis del coronavirus como coste compartido; un esfuerzo mucho mayor por coordinar las respuestas ante la crisis sanitaria pero sobre todo resistir la tentación de atribuir responsabilidades por la crisis, su gestión o las capacidades de respuesta frente a los efectos, en un ejercicio que al final acabe estableciendo jerarquías desde un paternalismo o supremacismo de unos Estados sobre otros.

Desde esta segunda perspectiva se celebran por supuesto los pasos adoptados hasta la fecha por las instituciones europeas como el compromiso del Banco Central Europeo de comprar deuda por hasta un importe de 750.000 millones para contener las primas de riesgo de los países más vulnerables de la zona euro, como España e Italia, y aliviar el mercado de crédito a través de adquisiciones de emisiones de empresas y entidades financieras; las ayudas directas por una cuantía de 37.000 millones del Banco Europeo de Inversiones que pueden ser de gran ayuda a la pequeña y mediana empresa; la decisión de la Comisión de levantar el límite del déficit que marca el Pacto de Estabilidad y Crecimiento para que los gobiernos puedan gastar sin límites en la gestión de la crisis; los fondos multimillonarios para la compra común de material sanitario y el desarrollo de la vacuna y la reciente propuesta de la Comisión de un fondo de hasta 100.000 euros que permita a los Estados préstamos para financiar expedientes de regulación temporal y así evitar la destrucción masiva de empleo.

Pero también desde esta perspectiva se deplora que el último Consejo Europeo escenificara tan claramente la diferencia de posturas entre quienes, como Alemania y Holanda, consideran que para ir más allá son suficientes los mecanismos existentes y, en especial, el Mecanismo Europeo de Estabilidad que permite activar el fondo de rescate en términos similares a como ya se hiciera en la crisis financiera y los que, como España, Italia o Francia, entienden que es necesario dar con fórmulas que permitan una verdadera mutualización de la deuda (como la emisión de eurobonos u otros mecanismos que se puedan adoptar con la misma finalidad); un plan de inversión pública europea a escala masiva y, en todo caso, un sistema de rescate que no conlleve un nivel alto de condicionalidad que se traduzca, nuevamente, en la humillación y el dolor de los más severamente afectados.

Lo que la pandemia se puede llevar por delante

Es por ello necesario hoy recordar a los dirigentes europeos y también a los Jefes de Estado y de Gobierno de los Estados europeos que es el momento de ayudar a los ciudadanos europeos a desarrollar una genuina lealtad hacia la Unión Europea,Unión Europea una entidad abstracta para muchos, que tiene una legitimidad democrática más indirecta, que no habla el idioma materno de la mayor parte, y que está conformada por pueblos distantes en geografía, cultura e historia. Y que entiendan que difícilmente lo pueden hacer si ante una crisis común que amenaza bienes tan primarios como su propia vida y que deriva de algo tan fortuito como la expansión global de un virus proveniente de China, acaban permitiendo un debate que se centre más en lo que nos diferencia que en lo que nos une, que no considere seriamente la necesidad de colectivizar el daño resultante de la pandemia y que deje en la cuneta a los más desfavorecidos. Pues serán sin duda estos Estados y estos ciudadanos dejados de la mano de su suerte los desafectados de mañana que seguirán firmando el parte de defunción de la Unión Europea en perjuicio de todos.

Y llegados a este punto, y en estos días en los que vemos cómo la pandemia se extiende por países con muchas peores condiciones de resistencia, tal vez no esté de más que entre todos recordemos que el deber moral se lo debemos los europeos a cada miembro de la raza humana y no sólo a nosotros mismos y que, también desde ese punto de vista, es más necesario que nunca que Europa salga reforzada de esta crisis. Estados Unidos no está en condiciones de ejercer el liderazgo global de otrora: con un horizonte electoral y víctima de la polarización brutal de su sociedad y de un presidente caprichoso e impredecible que está llevando una pésima gestión de la pandemia sin pretender siquiera coordinar una respuesta global. Ante este escenario, China se adelanta y es el primer país en mandar mascarillas, aprovechando el vacío y extendiendo una mano de ayuda, al mismo tiempo que ofrece al mundo el ejemplo de un modelo de gestión de crisis que puede resultar eficiente pero que descansa en mecanismos que sacrifican los estándares de intimidad y libertad con los que los países europeos están constitucionalmente comprometidos. Por todo ello, sólo una postura coordinada y una solidaridad de alcance verdaderamente europeo pueden evitar que la pandemia se lleve por delante no solo los miles de víctimas que una mayor coordinación y una mayor solidaridad podría salvar, sino el modelo político más justo y equitativo que hasta ahora ha concebido la historia de la humanidad y que representa la verdadera joya europea: el Estado social y democrático de derecho que se fragua después de la segunda Guerra Mundial. La empresa requiere ampliar el círculo de quienes se consideran partícipes en un destino común a todo el territorio europeo y hacerlo priorizando las necesidades de los más vulnerables. Solo así estará Europa en condiciones de extender su mano al resto del mundo, como debe hacer, y de ejercer un liderazgo que refleje el compromiso con sus valores fundacionales.

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