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Feliz posverdad a los electores de buena voluntad

Rajoy haciendo balance de 2017

Juan José Téllez

La prueba innegable de que los discursos políticos constituyen una suerte de ficción es que a Winston Churchill le dieron por ellos el Premio Nobel de Literatura. La reina y yo. El Gobierno y yo. Navidad y fin de año constituyen fechas propicias para que la cosa pública se convierta en un belén aunque el caganet y los huevos de Pascua hayan suscrito este año una declaración unilateral de independencia.

Habla el rey o los presidentes con el mismo entusiasmo que en el hilo musical suena una sintonía de Fausto Papetti o de Richard Clayderman. Parecen desear feliz posverdad a los electores de buena voluntad. Sin duda la inclusión de ese palabro en el diccionario de la lengua española quizá sea una de las noticias más felices del annohorribilis al que despedimos: “Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”, define la Real Academia, que pone un ejemplo a renglón seguido: “Los demagogos son maestros de la posverdad”.

Las palabras de los próceres no suelen mancharse de barro, ni muerden el polvo de los desahucios, de los hospitales faltos de presupuesto, de los sin nada que descienden al pairo del España va bien, pero que crecen a diario en las colas de los comedores de caridad, en la hospitalidad nocturna de los cajeros automáticos, de los albergues de transeúntes, de penales y psiquiátricos.

No hay banquillos para los acusados de corrupción en las palabras que Mariano Rajoy pronunciaba tras el último Consejo de Ministros, en las que todo eran parabienes al milagro económico español y a las intrépidas medidas de su Gobierno, a pesar de Cataluña y de los reinos de taifas del Parlamento. Ni una mención a su quiero y no puedo en la investidura, nada que decir sobre su desacuerdo de financiación con las comunidades autónomas y una confirmación de que no debió ser un olvido de la Ley de Memoria Histórica la reivindicación de que su calle natal vuelva a llevar el nombre de un almirante franquista en vez de esa impresentable de Rosalía de Castro: en sus palabras ante los periodistas, no se atrevió a definir a la dictadura franquista como dictadura sino, simplemente, como un régimen no democrático, esto es, como una tiranía de baja intensidad, algo tan desproporcionado como si hubiese identificado a la kale borroka como una botellona.

Lamenta las muertes de 48 mujeres, pero nada que reprocharse por el hecho de que el pacto contra la violencia de género siga en el limbo y ni siquiera se hayan puesto en práctica las medidas que no necesitan presupuesto de ejecución.

Crece la economía de España y la de los españoles. Crece hasta el sector de la construcción, que había huido de nuestra realidad como las empresas huyen de la marca catalana. También crece el turismo, a pesar de la turismofobia y aunque no termine de crear empleo decente. Por crecer, sigue creciendo la nariz de Pinocho.

¿Cómo puede extrañarse el rey del plasma por el hecho de que Carles Puigdemont pretenda ser president telemático del Govern catalán?  Un gran silencio hace un gran ruido. Y en los discursos oficiales importa más lo que no se dice que lo que se dice. El otro Rey, el de la Zarzuela, debió apelar a la falsa modestia para no hablar de su propia familia, del exilio dorado de su hermana Cristina, aunque le hayan intervenido el título de Duquesa, o el de sus posibles y desconocidos hermanos de padre. 

Viva Piolín contra el imperio del mal: qué bonita foto la del 1 de octubre con los antidisturbios retirando urnas aunque fueran compradas en un bazar chino. Viva la independencia judicial, aunque sus autos parezcan habitualmente guiados por el Ministerio del Interior o por el Ministerio fiscal que no tiene por costumbre ser independiente. Viva el Tribunal de una Constitución que en 2018 conmemorará sus cuarenta años sin reformas salvo la que nos obligó a comulgar con las ruedas de molino del dogma de la contención del déficit: ¿cuántas sentencias, en ese periodo, han profundizado en en las libertades? ¿cuántas en ponerles un bozal a las autonomías o negar derechos a los que no suelen tenerlos, como los inmigrantes sin papeles?

Nada que decir sobre los nadie, más de medio millar de seres humanos que se atrevieron a huir de la explosiva Argelia y entrar en España por la puerta falsa de las costas levantinas: el Gobierno incumplió la Ley de Extranjería y les condujo a mansalva a una cárcel por inaugurar y a la que incluso le faltaba el agua corriente. No les hemos oído a los prebostes chapotear en el mar muerto que a veces salpica las fronteras de Ceuta y de Melilla. Como no hemos escuchado ni pío sobre los daños colaterales del Brexit que puede afectar a gibraltareños y españoles. Nada sobre los muertos entre los implicados en los procesamientos por corruptelas varias y que no han merecido ni siquiera un resquietcat in pacem por parte de quienes quizá tengan la última palabra sobre qué ocurrió realmente en las distintas tramas de mangancia y trincalina cuyos caminos se dividen entre los paraísos fiscales y la bajada a los infiernos. 

La Alianza Atlántica, eso sí, nos desea felices pascuas y próspero año nuevo. Y nos pide el aguinaldo, como los barrenderos y los carteros antiguos, con una estampita con la cara de Jens Stoltenberg, su secretario general. Si el recibo de la luz nos sale caro, el de la OTAN va a ser demoledor: España acaba de comprometerse en incrementar durante los próximos siete años su participación en dicha organización, por encima del 80 por ciento de su contribución actual y hasta alcanzar la cota de 18.000 millones de euros. Parece que para defendernos de quienes atacamos no hay limitación del techo de gasto: Cristóbal Montoro debe haberse puesto un casco y ha empotrado en las fuerzas aliadas sus habituales requisitorias para colocar a las comunidades autónomas y a los ayuntamientos en la cola del racionamiento presupuestario. ¿Nos librará todo ese esfuerzo de las furgonetas asesinas en las ramblas de Barcelona, de las mochilas en los trenes de Atocha?

Quizá tengamos que ser nosotros mismos quienes pronunciemos discursos ante sus majestades de oriente. Tal vez entonces nos demos cuenta de que, por encima del abracadabra de la posverdad, el único mago es el pueblo soberano y que, en sus manos está, en forma de papeleta, la única varita mágica posible para que las palabras cobren sentido, aunque no sea común.

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