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Hombres, #youtoo

Hombres y mujeres en la marcha estatal contra las violencias machistas 7N

Ángela Cañal

Durante los últimos días, a raíz de destaparse el caso Weinstein, el todopoderoso productor de Hollywood acusado de acosar, abusar y violar a decenas de actrices en las últimas décadas, se ha desatado en las redes sociales una campaña que ha tenido un rápido impacto. Seguramente lo hayáis visto. Bajo el hashtag #metoo, decenas, cientos, miles de mujeres están haciendo visible lo generalizado que está el acoso y la violencia sexual. Te llames Angelina Jolie o seas esa trabajadora corriente a la que llaman a horas raras al despacho o recibe mensajes improcedentes. En lujosas habitaciones de hotel, tras la barra de una cafetería, en la esquina de la fotocopiadora.

“A mí también me ha pasado”, proclaman, en una campaña muy parecida a aquella #amitambien que puso en marcha con acierto este diario para denunciar el micromachismo. Hace unas semanas, en una de mis últimas columnas, retaba al lector a hacer la prueba: bastaba preguntar a las mujeres más cercanas para descubrir que todas, o casi todas, tenían alguna historia seria que contar. Y cómo ninguna, o casi ninguna, había encontrado la motivación para presentar una denuncia.

Y mientras muchas mujeres decimos “yo también”, mientras llenamos charlas y tertulias contra el machismo a las que solo nos invitan a nosotras, mientras compartimos campañas y llenamos nuestros muros de facebook con la denuncia del último asesinato, mientras nos damos calor y nos quitamos juntas el miedo, ¿qué hace la otra mitad de la sociedad? ¿Qué hacen los hombres?

Muchos, cada vez son más pero todavía no los suficientes, levantan públicamente su voz. Lo hablan en sus círculos de amigos. Defienden la igualdad como una oportunidad para todos, hombres y mujeres, de ser más libres. Denuncian la violencia. Combaten el machismo en su entorno. Se comprometen.

Otros, todavía demasiados, reaccionan al ataque, vomitan su odio y su miedo a las mujeres, o intentan provocar para ganarse un miserable minuto de fama. Los hay que relativizan los datos y los que cargan la culpa en las víctimas, esas lobas con piel de cordero que cambiaban sexo por un papel en una película. Hay que tener el termostato moral muy averiado para, ante las decenas de denuncias presentadas contra Weinstein, decir como ha hecho Woody Allen que se siente “triste” por él, que le preocupa que haya una “caza de brujas” contra los hombres y que se pregunte si un jefe no puede ahora guiñarle el ojo a una empleada sin ir buscándose un abogado. Oliver Stone, referente del Hollywood de izquierdas, descubre de repente una tibieza que nunca ha mostrado en su cine para defender que es mejor no atender a “chismorreos” y esperar a los tribunales.

Pero luego hay otros hombres, una gran parte de hombres, que simplemente calla. Son esa mayoría silenciosa (sí, dejadme que use el manoseado término) que, por distintos motivos, piensa que no les corresponde decir ni hacer nada al respecto. No son mujeres, luego no son víctimas. Nunca pegarían a su pareja, así que no son maltratadores. No se reconocen como machistas cuando se miran al espejo.

Piensan (y se equivocan) que ocupan un espacio intermedio donde la opción más prudente, y sin duda la más cómoda, es sencillamente cerrar el pico. Es esa forma de machismo de baja intensidad de los hombres que ante el debate sobre la igualdad, sobre el acoso, sobre la violencia, se sienten incómodos, o a la defensiva, o injustamente atacados, o saturados, o aburridos, o temen meter la pata, o no se sienten invitados, o se sienten culpables, o directamente no saben ni por dónde empezar.

Pero no nos equivoquemos. Si Weinstein gozó de décadas de impunidad fue gracias a que lo que era un secreto a voces era al mismo tiempo el secreto mejor guardado. Guardado por el silencio de las víctimas, que temían ver destruidas sus carreras; el de los agentes y ejecutivos que sabían qué pasaba cuando dejaban solas a estas mujeres frente al magnate; el de tantos en la industria -ellos y ellas- que prefirieron mirar para otro lado. Y el de muchos hombres buenos que pensaban, que siguen pensando, que nadie les ha dado vela en este entierro.

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