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Pandemia, rabia y atribución de responsabilidades: oda a la complejidad

El Gobierno informará semanalmente al Congreso sobre la evolución de la pandemia

Ruth Rubio

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Es perfectamente humano que en estos días el incesante aumento del número de ingresados y víctimas, el desbordamiento de los centros sanitarios desprovistos del material más básico y la brutal sobreexposición de aquellos a quienes les ha tocado librar la batalla en primera línea (nuestro heroico personal sanitario), estén generando entre la población española, confinada e impotente, sentimientos de frustración y rabia.

Como humano es que, ante esos sentimientos, se pretenda identificar de forma rápida al culpable de la situación para atribuirle responsabilidad exclusiva y que, en democracia y en un estado excepcional el candidato natural, responsable último de la gestión de la crisis sea el gobierno de turno, aunque, dicho sea de paso, todos sepamos que en un Estado políticamente descentralizado el gobierno nunca es uno, sino muchos. Como dijera Publio Terencio (El enemigo de sí mismo) “hombre [en este caso mujer] soy, y nada de lo humano me es ajeno”. Confieso haber albergado también yo, en estos días, los sentimientos y reacciones emocionales que describo.

Conviene, no obstante, recordar que es también humano que cuando uno se siente acusado y atribuido en exclusiva la responsabilidad por algo que sabe que se escapa necesariamente de su control, en vez de reconocer errores en el ámbito de sus limitadas competencias, aunque los haya podido cometer de forma clamorosa (así sea solo por negligencia, y no por dolo), se entre en actitud defensiva que impida reconocer el fallo y pedir disculpas.

Más, cuando la desconfianza recíproca se instala y se empieza sospechar, por parte de todos, que los motivos de las acciones de cada uno esconden intereses particulares y no el general. La falta de reconocimiento, sin embargo, no hace sino alejar a los gobernantes de las necesidades de las víctimas más directas y de la ciudadanía en general (pues víctimas de una situación así lo somos todos), alimentando a su vez, más frustración y rabia, sentimientos de los que pueden nutrirse, nuevamente, intereses partidistas. Y así, sucesivamente.

Una pandemia global

Los gobernantes tienen la obligación de reconocer sus errores de gestión y también de no cesar en su empeño por estar a la altura de las circunstancias por muy difíciles que estas sean. Y los españoles y la oposición tienen, en democracia, el deber de permanecer vigilantes frente a los gobernantes para asegurar, entre otras, la buena gobernanza. Pero tanto gobernantes, como ciudadanía y oposición responsable tendríamos, sin embargo, que evitar caer en la trampa de quedar atrapados en nuestras reacciones emocionales primarias, ya sean de tipo ofensivo o defensivo. Y es que el odio y el resentimiento impiden canalizar nuestras energías de forma constructiva como las circunstancias reclaman. Por ello, tal vez no sea mal remedio para empezar a estar en condiciones de hacer lo que de entrada no es fácil, recordar la complejidad del problema y por ende de la atribución de las responsabilidades, así como la envergadura de los verdaderos dilemas morales que se están planteando. Hacerlo ayuda a su vez a sacar lecciones es no sólo retrospectivas sino sobre todo prospectivas y, por ende, a construir. 

De entrada, conviene resaltar la naturaleza verdaderamente global del reto de la pandemia del coronavirus, reto de cuyo riesgo hacía tiempo que los epidemiólogos del mundo nos alertaban. Al igual que de los efectos devastadores e irreversibles sobre el medio ambiente asociados al cambio climático, parece que estábamos más bien ante cosa cierta en el qué, solo incierta en el cuándo. Cualquiera que haya visto en estos días el Ted Talk de Bill Gates, de hace 5 años, alertando a los habitantes del planeta de que esta, una pandemia global provocada por un coronavirus, sería la forma más probable que habría de tomar la próxima guerra mundial, habrá sentido los mismos escalofríos que yo. Que, ante esta evidencia, no hubiera un plan de contingencia global, destaca que lo primero que pone de manifiesto la pandemia actual es, retrospectivamente, un fracaso a escala de gobernanza global del que somos todos colectivamente responsables, incluyendo a todos los gobiernos del mundo (a quienes desafortunadamente ciegan las dinámicas cortoplacistas), y prospectivamente, una evidencia más acerca de la necesidad de reforzar las instituciones y mecanismos que articulen dicha gobernanza.

Impacto diferencial

El segundo punto a destacar es que, además de tratarse de un problema global, nos está afectando y nos afectará a todos aunque no a todos en la misma medida. A diferencia de otras muchas crisis, aquí no están poniendo las vidas solo los países menos desarrollados, aquellos en conflicto armado o afectados por una catástrofe natural ni tampoco los ciudadanos más pobres del mundo y de cada nación. Los efectos, no solo en vidas, sino en la merma de condiciones de vida que se van a derivar del parón global de la economía van a afectarnos a todos, aunque por supuesto, no a todos por igual. Hay y seguirá habiendo diferencias notables entre países, regiones y entre los propios ciudadanos, en función de muchas variables.

A algunos habitantes del planeta la llegada del virus les ha pillado en mejor estado de salud que a otros o en una edad más joven; con sistemas de sanidad pública más o menos robustos y arcas públicas más o menos llenas; con mayor o menor experiencia en la gestión de crisis similares; con mayores o menores índices de desigualdad entre la población y en regiones en los que el virus se ha difundido antes o después, permitiendo a los gobiernos actuar con mayor o menor prontitud, aprender de la experiencia y acceder a mercados de productos médicos que se han hecho globalmente escasos. Como podemos ver pues, entre los factores que explican el impacto diferencial de la pandemia se encuentran muchos que son aleatorios, pero otros que son el resultado del efecto cumulativo de muchos gobiernos previos (como las que marcan los recursos públicos disponibles o el estado del sistema nacional de salud) o, nuevamente, de todos en su conjunto (como los que marcan la enorme desigualdad de la distribución de la riqueza entre las naciones del mundo y entre la población de los Estados). De los que de la mano del hombre dependen son, nuevamente, muchas las lecciones retro- y prospectivas que podemos sacar, en especial las relacionadas con la dudosa sostenibilidad de un sistema global marcado por la creciente desigualdad.

Dilemas morales

Por último, toca tener en cuenta los efectos económicos que se derivan de algunas de las medidas que se están adoptando (en términos de aislamiento a fin de frenar el ritmo de contagio y minimizar la pérdida de vidas por colapso de los sistemas sanitarios), plantean verdaderos dilemas morales incluso para quienes están genuinamente convencidos de que, efectivamente, la mejor forma de frenar el contagio y minimizar las muertes, sea el confinamiento de personas y la limitación de la movilidad interna e interestatal.

A nadie se le escapa el impacto en términos también de vidas, de salud y bienestar de la generación presente y la futura que va a tener la crisis económica, vinculada al parón en la demanda y a los índices de endeudamiento previsiblemente resultantes de las medidas paliativas que se adopten para mitigar sus efectos. A ello se le une que está habiendo también diferencias notables dentro de la forma en que cada Estado está gestionando la crisis con implicaciones distintas a corto, medio y largo plazo tanto para su población, como para la del resto del mundo, puesto que el virus solo se puede vencer a escala global.

Los Estados tienen que responder cuando les llega el momento y lo hacen sin saber cuál será la respuesta del resto. Siendo así, no es imposible imaginar que algunos Estados puedan plantearse como opción que las medidas más gravosas para contener la pandemia a escala global las adopten unos mientras que otros se permitan el lujo de políticas más laxas que minimicen los daños de sus economías, aunque sea dentro de un cortoplacismo que ignora los verdaderos grados de interdependencia tanto de la economía global como de la salud pública. Nuevamente pues, la urgencia de pensar en formas de gobernanza global ante retos de escala planetaria para evitar esta vez el dilema del prisionero en virtud del cual la cooperación mutua es la que promete sin duda el mejor resultado, pero, ante la falta de seguridad de que todos vayan a colaborar, las distintas entidades optan por no cooperar porque la decisión de cooperar puede parecer, desde el punto de vista del interés propio, una decisión irracional.

Y ahora, quien se sienta libre de pecado o en posesión de la verdad moral, que tire la primera piedra, y si por una vez, en vez de tirarnos piedras, las recogemos para construir, mejor.

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