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Queipo y los sentimientos religiosos

Tumba del general fascista Gonzalo Queipo de Llano, en la basílica de la Macarena (Sevilla).

Isabel Pedrote

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Por la casa de la playa de mi familia andaba rodando, amarillenta y desportillada, la primera edición de El último virrey (1978, Argos Vergara). Una tarde de verano de hace unos cuantos años, agotadas todas las lecturas que me había llevado, y sin nada más a mano, la ojeé con desgana y me quedé prendida. Escrito con maestría por el periodista y literato Manuel Barrios antes de que se completara la Transición, el libro delinea la personalidad levantisca y sanguinaria del general Queipo de Llano. E incluye también un muestrario de sus famosas “charlas” radiofónicas en las que, además de propagar el terror, asume abiertamente, y con grotesca altanería, las “más negras responsabilidades” de un criminal de guerra. Asombrosamente, casi 59 años después de muerto, su tumba glorificada destaca en la sevillana basílica de la Macarena, un lugar sacro y de hondo sentimiento religioso.

Me ha venido este recuerdo al hilo de la nueva polémica (otra más) que arde en los hornos de la indignación ultracofrade: el anuncio del Festival de Cine de Sevilla, un ingenioso vídeo que juega con la afición semanasantera de esta ciudad, a la vez que hace gala de un miramiento exquisito para evitar cualquier leve roce con su iconografía. Parece que no ha sido suficiente. Siempre prestos a soliviantarse por cualquier nimiedad, los que blanden el sentimiento religioso cual cachiporra con la que atizar a todo lo que les disgusta -que suele ser lo diferente- se han apresurado a desplegar sobre el spot una amplia galería de mohines, desde pucheros lastimosos hasta acalorados aspavientos. Eso sí, sin alcanzar la intensidad de la revuelta (perfectamente ordenada, faltaría más) para conseguir que el Ministerio de Cultura retirase de la web del Instituto de Patrimonio fotografías de la restauración de imágenes.

La mencionada campaña -ciertamente chocante, pues las imágenes habían sido difundidas con anterioridad por aquellos que más escandalizados se mostraron-  cobró aires de cruzada con ese estilo narrativo tan caro a los excesos de ciertas plumas, que gustan de salpimentar sus textos de palabras como ultraje, ignominia, felonía o humillación. Ni que decir tiene que los responsables de Cultura acabaron pidiendo disculpas. Es tradición muy arraigada en Sevilla organizar desagravios y llegar al paroxismo con toda clase de alharacas. Aún recuerdo la imagen impactante que se montó contra una obra de Els Comediants, considerada afrentosa, a principios de los años ochenta: el capellán real al frente -megáfono en mano- recitando letanías y cantando salves coreadas por el gentío. Parecía un fotograma extraído de cualquier película cumbre del nacionalcatolicismo.

Ahora la tendencia es llevar lo que se estima insultante a los tribunales. Aunque el delito de blasfemia desapareció del Código Penal en 1988, el de ofensa a los sentimientos religiosos sigue vigente, una reliquia que se introdujo en la primera mitad del siglo XIX para salvaguardar la fe católica como religión oficial del Estado. La fina piel de los que patrullan  por foros y espectáculos a la caza del sacrílego -mayormente, la Asociación de Abogados Cristianos y el Centro Jurídico Tomás Moro- han resucitado esta figura, si bien son escasas las condenas, como ha demostrado felizmente la reciente absolución de las portadoras de la gigantesca vulva engalanada, la 'procesión del coño insumiso'. Lo que no quita el baile de costosos recursos, archivos y reaperturas.  

La hipersensibilidad de los que quejosamente se declaran heridos por la primera minucia que atisban casa muy mal con la complicidad -cuando no la defensa- con que los restos de unos de los mayores matarifes de nuestra historia permanezcan en el sitio de honor que él mismo quiso como mausoleo. Los planes de la Junta de Andalucía para sacar a Queipo de Llano de allí vagabundean por informes confusos y comités de expertos non natos, y es de temer, que hayan caído en las redes del refinado arte político del mareo de la perdiz. La impresión que me causó El ultimo virrey -que luego completé con las investigaciones históricas de Juan Ortiz Villalba, Francisco Espinosa Maestre y José María García Márquez- me conduce a una pregunta dirigida a la hermandad que lo acoge, que es la que, a lo que se ve, tiene el mango de la sartén: ¿cómo se puede compaginar los sentimientos religiosos, o sentimientos a secas, con el culto a un sádico genocida? Menuda paradoja.

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