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El complemento sumiso

Miguel Lorente

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“Cásate y se sumisa” ese es el mensaje que al parecer se apoya desde la Iglesia Católica a través de la edición de un libro por parte del Arzobispado de Granada. En una época en la que 70 mujeres son asesinadas de media cada año, y 600.000 sufren la violencia de los hombres con los que comparten una relación, la solución no es enfrentarse a esa realidad y salir de la violencia, sino casarse (por supuesto por la Iglesia) y si están casadas, ser sumisas a los dictados y caprichos del marido, que es mucho más que ser su pareja.

No creo que ningún “Dios hecho hombre” comparta esa idea de someter a la mitad de la población en beneficio y comodidad de la otra mitad, más bien parece lo contrario, que es el “hombre hecho Dios” el que utiliza los púlpitos, las aulas, la política, los medios… y todo lo que se ponga a su alcance para imponer los dictados, ideas y valores que le reportan beneficios de todo tipo.

Todo indica que el hábito hace al monje y que el monje “habilitado” quiere imponer sus hábitos al resto de la sociedad, entre ellos la desigualdad basada en la inferioridad de las mujeres. Una inferioridad construida sobre un doble elemento, por un lado la idea de incapacidad para realizar aquello que asumen los hombres, y por otro la obligación de dedicarse a tareas fundamentales para la sociedad, pero consideradas como “menores”.

Esa idea no es nueva, lo que sorprende es que después de haber quedado rezagada, al menos como doctrina formal, se reivindique de nuevo, y que se haga cuando el Papa Francisco ha reconocido la injusticia que supone el papel de servidumbre que la Iglesia ha destinado para las mujeres. “Me produce dolor”, manifestó el Papa.

Todo indica que se trata de recuperar el planteamiento que la propia Iglesia Católica comenzó a asumir a mediados del siglo pasado. Se basaba en la idea de que “la mujer” tiene una misión que cumplir en contraposición al hombre, que si bien está sometido a las leyes y normas de todo tipo (sociales, morales, formales…) goza de libertad para poder cumplir sus funciones básicas, que son la protección y el sustento de la familia.

Para ello se juega, una vez más, con la referencia de “lo natural” y se identifica en la mujer con características como la ternura, la entrega, la obediencia, la capacidad de comprensión, el afecto, la paciencia, el perdón… que la llevan a asumir la responsabilidad de estar cerca de un hombre para que esos valores que ella posee sean también una referencia viva y activa de la relación y la familia. El hombre, en cambio, es presentado como más materialista y deshumanizado, características que lo preparan para asumir los riesgos y las amenazas de lo público, y le ayudan a conseguir el sustento de la familia y su protección.

Todo gira alrededor de la “idea de complementariedad” que tanto ha defendido la Iglesia Católica, cuando sobre los años 30 del siglo XX comenzó a aceptar una cierta independencia en términos morales de las mujeres respecto a sus maridos. La idea de complementariedad reconocía la misma dignidad entre hombres y mujeres, pero mantenía que poseían diferentes características que obligaban a la asunción de distintas funciones, dentro de las cuales las mujeres tenían que ser, antes que nada y sobre todo, madres y esposas, y ejercer como ser espiritual y religioso. Bajo esta concepción la mujer debía permanecer al lado del hombre, no sólo para recibir protección y sustento, sino también para hacer de él y de sus hijos e hijas personas que asumieran los mismos valores y comportamientos, puesto que también dependía de ellas la vigilancia de la pureza y la trasmisión de las referencias a la familia.

Incluso cuando se insistía en la importancia de realizarse a través de la vida en sociedad por medio de un trabajo, se presentaba ese afán de la mujer por trabajar como una crítica directa hacia ella, tanto al asumir que significaba un descuido de sus “obligaciones naturales”, como por el significado que se le daba a su trabajo, que según se decía era para tener una mayor holgura económica para adquirir productos de lujo (Ecclesia de Pablo VI, 1962).

Ya no sólo era ver a la mujer como un “ser-para-los-demás”, tal y como la presentaba la cultura, sino que la Iglesia daba un paso más y le exigía su “sacrificio por los demás”. Y ese sacrificio suponía, entre otras cosas, resignarse ante la violencia que sufría y hacerla creer que era ella quien tenía la culpa por no haber hecho algo bien o, haciéndolo, por no haber sido un buen ejemplo que evitara que su marido la maltratara. Al “algo habrá hecho” (mal) que piensa la sociedad cuando una mujer es maltratada, se le une el “algo no habrá hecho” (bien) que dicta la Iglesia… Por eso su mensaje es: Sumisión.

Como se puede ver, poco ha cambiado a lo largo de la historia la concepción que se tiene de las mujeres. Es la idea de Eva creada a partir de Adán y como complemento suyo.

Los malos hábitos de una cultura androcéntrica intentan regresar camuflados bajo los hábitos de la Iglesia. De nuevo estamos ante la trampa del cambio que busca que todo siga igual para que no haya Igualdad real.

Y sorprende que hoy la Iglesia española juegue a intoxicar el ambiente con las palabras en busca de una sumisión moral de las mujeres, cuando se supone que es la palabra su principal instrumento para la fe. Las creencias no se pueden imponer, se basan en la libertad, la misma libertad que necesita la sociedad para vivir en paz y en igualdad, y así poder convivir con todas las decisiones y elecciones que se tomen, que nunca serán únicas.

Si lo que la Iglesia busca es mejorar esa convivencia y acercar a la sociedad a los valores que predica, podría empezar por intentar acabar con la injusticia y la violencia que existen en la actualidad. Y qué mejor para conseguirlo que editar un libro dirigido a los hombres que se titulara: “Cásate o no te cases, pero no maltrates ni sometas a la mujer”. Eso sería hacer las cosas “como Dios manda”.

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