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Un cuento socialdemócrata: el último decreto

Merkel

Javier Aroca

No es este el momento, pero me comprometo a participar activamente en un futuro debate sobre la situación actual de la socialdemocracia en Europa -no será la primera vez- cuando convenga. Lo que pretendo ahora es contar un cuento. Como todos los cuentos de los que aprendemos, sucedió en la Europa central, hacía frío y los campos y bosques estaban helados.

Érase una vez Schröeder, un joven renano, aguerrido, hábil dialécticamente, con buen porte y mejor trabajo de su imagen. Le tocó una situación difícil en la economía de su país, Alemania, y confusa en la orientación de su partido, el SPD, la socialdemocracia alemana. Tanto que importó desde el Reino Unido de Blair y Guidens su tercera vía a la alemana. Esa tercera vía a la que Alain Touraine se refirió  como “la manera que tiene la izquierda de hacer política de derechas”.

Su aportación, la Agenda 2010, acumulaba impopularidad y rechazo en su propio partido, con una considerable sangría de bajas de militancia. Los desastres electorales en los Länder, así llaman allí a las Comunidades Autónomas, se sucedían. Y sumó un sonoro batacazo en las europeas, el peor resultado de su historia. La economía no iba mejor, más paro, menor crecimiento y mayor déficit . Continuaba el chorreo electoral regional, ahora unido a escisiones internas y hasta expulsiones, entre otros, de sindicalistas díscolos  con el sesgo social liberal.

La situación pintaba mal, así que, en el colmo de la extravagancia según los suyos, no se le ocurrió mejor manera para convocar elecciones anticipadas que solicitar una cuestión de confianza para perderla y forzar al presidente federal a convocarlas. Confiado en su porte y elegancia, física y dialéctica, hizo una campaña fajándose cuerpo a cuerpo, tratando lo imposible: combinar su giro al social liberalismo con guiños y señuelos a la izquierda en fuga y el discurso de la hecatombe.

Pero nada resultó, ni siquiera el discurso del miedo sirvió. El canciller Schröeder consiguió ser la lista más votada, con lo que pudo resistir esa noche moralmente, pero no la lista con más apoyos parlamentarios, que diría Jordi Sevilla. Una rutilante Merkel había quedado segunda, pero unidos sus votos a los de los bávaros del CSU, la convertían en la máxima aspirante a la cancillería. Escarceos, noviazgos de ocasión. Schröeder había descartado una alianza por la izquierda, en la medida que declaró incompatible su liberal Agenda 2010, decía, con el radicalismo de sus contendientes, compañeros escindidos algunos.

Así y todo , Schröeder insistía una y otra vez que él sería el canciller, como príncipe de este cuento. Su actitud fue tachada de arrogante y la espera poselectoral de insufrible e irresponsable. Por fin, dio su brazo a torcer; ante su partido declaró que él no iba a ser un obstáculo para un Gobierno responsable y estable de Alemania.

Ganó Merkel y el príncipe se echó para un lado. A cambio, consiguió ocho ministerios, sillones, y la vicecancillería (vicepresidencia) . Naturalmente que, como en todos los cuentos, Schröeder anunció con cohetes su final feliz, todo era por un fin responsable: “¡Unidos por Alemania, con coraje  y humildad!”. Pero él sólo fue el protagonista, el cuento lo cuentan otros y el final feliz no se produjo. El SPD no se ha recuperado desde entonces, como contó a sus militantes, y hoy sigue coaligado con la princesa Merkel, después de otras elecciones  y sin esperanzas para la izquierda de que puedan convertirse en una alternativa.

En un artículo de Le Monde de 2013, leí algo que me interesó y que motiva este cuento socialdemócrata; el SPD, decía el rotativo galo, es el laboratorio de la izquierda europea. Eso parece. El domingo ha amanecido con encuestas que coinciden  en el hundimiento  del PSOE. Con los datos sabidos, no parece realista pensar  que Sánchez pueda ser presidente del Gobierno. Y como están las cosas, raro sería que fuera vicepresidente. En el cuento alemán, Schröeder se  tuvo que retirar voluntariamente para que el SPD se “grancoaligara”.

Vienen tiempos de vicepresidentes, o vicepresidentas. En Roma, el Senado, en aquellas ocasiones en las que consideraba que estaba en riego la República, dictaba su temible “Último decreto”; con él, eliminaba de la faz política a aquellos que estimaba eran un obstáculo para la salvación de la República. Tal vez, la noche del 26-J, a diferencia de la del 20-D, los perdedores asuman que ya no es su tiempo. Si no lo hicieran, el fatídico Último decreto senatorial podría funcionar y entrarían en juego los sillones de vicepresidente o vicepresidenta. Eso sí: “Unidos por España, con coraje, como el de Bono, y humildad, como la de Ibarra”.

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