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La guerra llegó a Belén

Almeida censura que el belén madrileño genere escándalo y no el de Barcelona

Javier Aroca

Por si no teníamos bastante, después del profundo debate indumentario sobre los Reyes Magos de Madrid de tiempos recientes y fenomenales, llega ahora la batalla de los belenes. Y, por supuesto, con componente territorial. Del de Barcelona se dice que es un trastero, del municipal de Madrid, que es verdaderamente patriótico como el peligro imaginado exige.

La tradición popular invocada dice que en el portal de Belén hay estrellas, Sol y Luna, la Virgen y San José y el niño que está en la cuna. Antes, los evangelistas nos contaron que un padrón forzoso de Augusto, emperador de la potencia ocupante, llevó a José, que sería el padre putativo de la criatura, a Belén, en los territorios ocupados, diríamos hoy, desde Nazaret. No encontrando posada por la gentrificación político-administrativa del momento, se vio obligado a pernoctar en un pesebre. Allí sobrevino el parto de su mujer, que iba encinta.

Luego, incluidos los escritores apócrifos, nos relataron que la familia tuvo que salir de escapada a Egipto porque Herodes, rey consentido, por una cuestión de celos sucesorios dinásticos, pretendía acabar con la vida de todo neonato que pillara. Al cabo de su emigración forzosa, los refugiados pudieron regresar, vía Gaza, por donde hoy no hay manera de pasar sin que te caiga un rayo. Esta parte de emigración forzosa, persecución de niños, violencia institucional sobre los más débiles, no aparece en los nacimientos.

La escena natalicia se empezó a representar por los franciscanos en Italia y pasó a España durante el reinado de Carlos III, que antes reinaba solo en Nápoles. Es decir, que la tradición belenística en España no es de antes de finales del siglo XVIII, en todo caso comenzó entre las clases acomodadas. La bandera de España se oficializó en 1785, tres años antes de la muerte del regio importador de esta tradición patria.

A partir de ahí, hemos visto belenes o nacimientos de todas clases. Yo he visto una pareja de la Guardia Civil patrullando cerca de uno de los caminos al portal, un molino manchego, tíos cagando y hasta los Reyes Magos en burro. Esto último porque un paisano, cuando supo que el papa Benedicto aseguraba que los Reyes Magos no venían de oriente sino de Tartesos, en su asombro tras la falsación histórica papal, no se le ocurrió otra cosa que innovar patrióticamente y montar los reyes en borrico porque razonaba que en Andalucía, en aquellos tiempos, no había camellos. Ahora, sí.

Ya estamos acostumbrados a la apropiación simbólica en favor de lo de uno. La asociación de las representaciones religiosas con el integrísimo local patriótico tienen ya una larga tradición en España, sea en los nacimientos, como en la Semana Santa y sus fajines, como en la imaginería en general, en donde, un poner, el patrón Santiago aparece matando moros que en su tiempo no había, en España, se entiende.

El integrísimo también, a su vez, se ha reinterpretado. Por ejemplo, el cardenal Cañizares lucía con una bata de cola púrpura, que nunca se vio a apóstol alguno de esa guisa, bata que solo podría domar la grandísima Lola Flores. Mi amigo José Luis Ortiz de Lanzagorta –ojalá hubiera publicado todo lo que sabía–, me contó un día una historia que solo podía ser sevillana. Recién llegado el cardenal Segura a su nueva a diócesis, Sevilla, hombre de Burgos, reunió a los responsables cofrades, auténticos mantenedores de la Semana Santa sevillana. Como no entendía nada y estaba, como de habitual, furioso, recriminó a los presentes su ligereza interpretativa de la pasión de Cristo. Jesús murió en la cruz –clamó–, en una cruz de palo, y ustedes lo sacan en Sevilla con una cruz de carey. Uno de los presentes respondió: eminencia, también entró Jesús en Jerusalén en un borrico y su reverendísima ha llegado aquí en un Mercedes. Y ahí acabó todo.

Que el alcalde Almeida, que todo el mundo sabe que no es Carlos III, el mejor alcalde de Madrid, interprete el nacimiento envolviéndolo con la bandera de España, no es insólito –yo he visto incluso puestos de turrón y garrapiñadas–, tampoco una tradición, en todo caso, una extravagancia, como otras tantas reinterpretaciones de esa historia. Pero algo tenía que hacer con los kilómetros de bandera que lleva en el morral para competir en extravagancia religiosa y patriótica con la extrema derecha. Lo próximo será que junto a los villancicos tradicionales se interprete El novio de la muerte, al tiempo, porque a Jesús lo mataron unos legionarios, dirá, y se quedará tan pancho.

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