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La izquierda tuvo un sueño

Ilustración dedicada a Caperucita Roja.
8 de junio de 2022 21:00 h

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La ilustración ha muerto y la razón también. En tiempos de Twitter, toda idea se reduce a un puñado de palabras o exabruptos. Los hijos de los videojuegos están acostumbrados a la casquería. En época de brochazos, no hay lugar ni tiempo para pinceladas finas. Ahora, convenzámonos, se vota con las tripas, no con las neuronas. Y la izquierda necesita más gigantes que molinos, más dulcineas que ínsulas baratarias.

Los intelectuales llevan en cesantía desde hace décadas, así que no debiera resultarnos raro que seamos emocionales, en el peor sentido de la palabra. Al Gobierno central le extraña que el descenso del paro, la excepción ibérica para evitar que la factura del gas incremente la de la luz, la subida del Salario Mínimo Interprofesional, la creación del Ingreso Mínimo Vital, la aparentemente exitosa reforma laboral, los veinte céntimos de la gasolina, los préstamos ICO de la Covid-19, etcétera, etcétera, queden reducidas a la caricatura de un Sánchez –sin el Pedro ni el presidente—psicopático y una izquierda bolivariano-comunista, mientras Filomena es un montaje y el confinamiento sanitario, una dictadura.

La macroeconomía no estimula el uso del sufragio. El léxico universitario, tampoco. La jerga de la progresía es, a veces, tan críptica como la letra de los médicos y la retórica de los abogados. Ay, qué nostalgia de aquellos discursos de la Segunda República que nos desempolvaba el olvidado Luis Carandell: escuchando a nuestros próceres de hoy, ahora me retrotraigo –no en su contenido sino en su continente-- a la sicofonía de los procuradores en Cortes del franquismo añejo.

Las últimas ensoñaciones que han prosperado sobre el barbecho ideológico español han tenido que ver con el soberanismo catalán y con el retrofranquismo de Vox, aunque estas últimas estén más relacionadas con el subgénero de las pesadillas

A los transformadores, como a los corderos de Blade Runner, también les hacen falta sueños eléctricos. Alguna vez los tuvieron, como Martin Luther King: de ahí, nacieron las autonomías, lo que fue el estado del bienestar, la salud universal y la educación obligatoria pública, concertada o medio pensionista, aunque también el cambio que se convirtió en cambiazo.

Las últimas ensoñaciones que han prosperado sobre el barbecho ideológico español han tenido que ver con el soberanismo catalán y con el retrofranquismo de Vox, aunque estas últimas estén más relacionadas con el subgénero de las pesadillas. También ocurrió con el 15-M, claro, hasta que se procedió a su voladura controlada y nos hicieron tomar pastillas sistemáticas para mantenernos insomnes.

La derecha extrema y la extrema derecha aventan a nuestros demonios en el jardín: inmigrantes malos, mujeres feminazis, maricas julandrones, chiringuitos sin cuento, coca en los sindicatos. ¿Alguien sabe algo sobre su programa, más allá de lo que nos tememos? Cada vez que hablamos de Vox, sube su pan, su hambre de votos, sus complicidades de libelos anónimos en las redes sociales, la intención electoral de los más jóvenes y, al mismo tiempo, más defraudados. Sin demasiado éxito a estas alturas, la izquierda enarbola el cuento de que viene el lobo y nos damos por satisfechos con que se quede en mixto lobo. Qué bueno es el lobo, que se sigue comiendo a la caperucita de los derechos sociales, pero con moderación, con mucha moderación. Agitan ante nosotros el señuelo de las fieras corrupias y nos contentamos con el neoliberalismo suavón en el que lo único salvaje sea el capitalismo feroz que lleva por dentro: delicadamente cierran consultas y ambulatorios, fotogénicamente abren clínicas privadas; amablemente despiden sanitarios; rememoran tiernamente en los colegios a Fernando Esteso –“Los niños, con los niños; las niñas, con las niñas”--; hablan librepensadores del adoctrinamiento en las escuelas pero nunca se refieren al de la Iglesia Católica; cordialmente crean una clientela de contratos exprés sin supervisiones; con una bella sonrisa compran mascarillas a beneficio de su familia y hacen serena oposición desde las togas de tribunales y consejos de justicia.

Los izquierdistas parecen comulgar con la rueda de molino de las encuestas, aceptan de antemano que su papeleta no va a ganar la primitiva de los comicios y más que penetrar en el hermoso territorio comanche de la esperanza, se aprestan a entrar en coma

¿Y qué fue de la izquierda mientras tanto? Sus líderes proclaman gestión y contabilidades, quizá porque ya nadie cree en los mitos del palacio de invierno. Pero hay otras legendarias banderas a mano: la posibilidad –Benedetti dixit—de que la gente viva feliz aunque no tenga permiso, que el planeta no se tire por el viaducto o que logremos domesticar a los dragones de este eterno juego de tronos en que parece que lo poco que cambia puede dejar de cambiar de un momento a otro porque el regreso al futuro se parece cada vez más al pretérito imperfecto. Acomplejados, sin estímulos vitales, con el derrotismo de una chirigota que no llega a la final del concurso, los izquierdistas parecen comulgar con la rueda de molino de las encuestas, aceptan de antemano que su papeleta no va a ganar la primitiva de los comicios y más que penetrar en el hermoso territorio comanche de la esperanza, se aprestan a entrar en coma o entrar en tumba, allí donde los únicos sueños son eternos.

Se hace necesaria la resurrección de la alegría, un croquis del porvenir, la consigna donde guardemos las maletas de la vida, un Rafa Nadal del pensamiento que nos dé pie a la victoria del sentido común, un Max Estrella que nos haga diferenciar los espejos de la realidad de los espejismos de las fake news.

Ignoro qué sueños podemos conciliar en 2022, pero desde luego que no debieran ser estrictamente los del pasado, aunque nos sigan valiendo algunos de sus titulares a cinco columnas: cambiar la vida, cambiar la historia; la imaginación, al poder o precarios del mundo, uníos. Para vender utopías sostenibles y lograr que el día de la fiesta de la democracia abandonemos la playa o el sofá de skay, habrá que concebirlas, ponerlas en circulación y que nos las compren. Pero sin esa materia prima, tan ideológica como sentimental, nos aguarda un pésimo negocio en las urnas. Y, sobre todo, muy mal despertar. 

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