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Si mi madre no vota, vota tú por ella

Más de 6,5 millones de andaluces están llamados este domingo a ejercer su derecho al voto.

Daniel Cela

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Mi madre no lo sabe pero está a un paso de Vox. Es decir, está tan cabreada, tan indignada, tan desengañada de tantas cosas que nos están pasando, que se está planteando no ir a votar. Y eso es como estar a un paso de Vox.

Mi madre ha votado en todas las elecciones desde la restauración de la democracia, en el 77, y además, ha celebrado el día de las urnas antes, durante y algunas veces después (otras no). Ella creía en “la fiesta de la democracia”, como lo llamaban antes desde la literalidad y hoy desde el cinismo. Mi madre tenía 25 años la primera vez que votó. Mi abuela tenía 50 años la primera vez que pudo votar. Yo voté al cumplir los 18 años, cuando ya era la edad mínima legal para hacerlo.

Mi abuela fue la segunda hija de ocho hermanos, nunca pudo estudiar ni aprendió a leer ni a escribir. Nadie le enseñó a reivindicar sus derechos como ciudadana y, mucho menos, nadie le enseñó a reivindicar sus derechos como mujer. Mi abuela trabajó para que su hija aprendiera a leer y a escribir hasta llegar a la Universidad, conseguir un trabajo y no depender económicamente de un hombre. Mi abuela no sabía que era feminista. Mi madre entonces no sabía que su madre era feminista, que le había enseñado (casi sin darse cuenta) a reivindicar sus derechos como mujer. Y a tener la fuerza del conocimiento y del trabajo propio para pelear por esos derechos. 

Mi madre fue la primera en cinco generaciones de mujeres en mi familia en acabar una carrera universitaria. Se hizo maestra. Luego estudió otra carrera y luego otra. Trabajó para la escuela pública más de 40 años -la mayoría de ellos junto a mi padre, que también empezó siendo maestro- y se jubiló a regañadientes, porque adoraba su oficio, amaba el significado de la enseñanza pública, tanto para sus alumnos como para ella misma. Se retiró refunfuñando en una España que cuenta por anticipado los años de cotización para jubilarse, porque había dedicado su vida a la escuela y sin la escuela sintió el vértigo repentino de que la vida se acababa.

Mi madre educó a cientos de miles de jóvenes de este país, muchos de ellos se la encuentran por la calle y la comen a besos y abrazos. Entre esos tantos miles de chavales, estábamos mi hermano y yo, que aprendimos de ella y de mi padre en casa. Mi casa era y es un aula llena de felicidad, de besos y de libros por todas partes. Nos gusta leer, porque veíamos leer a nuestros padres. Nos gusta el cine, porque nos llevaban al cine siempre que podían. Nos gusta la música, porque siempre había música en casa. Y nos gusta hablar de política, porque en la mesa, durante la comida, estaba puesto el parte en la tele [así llamaba mi abuelo al telediario] y mis padres hablaban de las noticias entre ellos y con nosotros.

Mi madre, como mi abuela años atrás, trabajó para que sus hijos estudiaran hasta la Universidad y más allá, para lograr un trabajo que nos gustara mucho, tener autonomía económica y saber luchar por nuestros derechos y por la justicia social de todos. Hicimos lo que nos dijeron, pero la realidad no respondió como ella esperaba. La crisis empobreció mi oficio y expulsó del suyo a mi hermano. Y a cientos de miles de jóvenes más en este país, desempleados ahora o empleados en trabajos muy por debajo de su cualificación profesional. Con sueldos precarios, en muchos casos incompatibles con un proyecto familiar, con una inestabilidad laboral que hace muy difícil emanciparse a los 20, casarse a los 24 y tener el primer hijo a los 25, como hicieron mis padres. Muchos de esos jóvenes declasados fueron alumnos de mi madre, buenos estudiantes que ahora engrosan la cola del paro.

Tengo 41 años, mi hermano tiene 37. Mi madre no es abuela y no es capaz de entender lo que cobran sus hijos universitarios ni todas las horas que echan al trabajo. No comprende que mi hermano no se rebele ante su jefe ni acuda a un sindicato a reivindicar sus derechos laborales, porque sus derechos se sostienen de puntillas sobre dos reformas laborales salvajes para el trabajador. Mi madre ve colas largas en las oficinas de empleo, listas largas de espera en la sanidad, ve envejecer a su escuela pública con profesores jovencísimos que no estudiaron para ser profesores, ve aulas llenas de alumnos estancadas por falta de inversión, de compromiso y de imaginación política y pedagógica. Mi madre pone el parte a la hora de comer y sólo escucha hablar de Cataluña y cómo los partidos de Gobierno orbitan alrededor del órdago secesionista. Mi madre lleva los diez últimos años de la crisis viendo a sus hijos dar bocanadas en el mercado laboral, con un nivel de vida peor que el suyo, y poco a poco ha ido concentrando en su estómago un cabreo por dentro de proporciones bíblicas. 

Siempre ha votado a partidos de izquierda, mi madre. A veces socialdemócrata, a veces marxista. Lo más cerca que ha estado de votar a la derecha es ahora, que se está pensando no ir a votar. Como no votó antes de cumplir los 25 años. Como mi abuela, que no votó durante los primeros 50 años de su vida, y no llegaría a vivir otros 50 años para disfrutar de esa libertad democrática. 

A mi hermano y a mí, mis padres nos enseñaron que hay que ir a votar. Hay que leer, hay que escuchar, hay que hablar de política durante la comida, y siempre hay que ir a votar. Mi madre jamás, nunca, bajo ningún concepto, votará a un partido político como Vox. Pero si al final no vota este domingo, vota tú por ella.

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