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Con todos nuestros muertos

Morgue de Collserola, en Barcelona

Juan José Téllez

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Nos seguimos echando los muertos a la cara como un órdago al mus, como un escupitajo en los antiguos bares de serrín por el suelo, como un río de sangre que nunca desemboca. España compuso La Vida no Vale Nada mucho antes que Pablo Milanés. Pasen y vean: la plaza de Toros de Badajoz contra Paracuellos del Jarama, el Jarabo o El Arropiero como influencers; madrugábamos en Casas Viejas y cenábamos barbarie fascista en Guernica o en la desbandá de la carretera de Almería.

Bajo el hipnótico Toro de Manuel Prieto, las cunetas siguen llegas de cadáveres de una España que murió de la otra media que no le gusta ni siquiera hablar de desenterrarlos. De ahí, quizás, que reciclemos a los caídos por España y por el COVID-19 como perdigones contra el Gobierno, como en las viejas barracas del pimpampum con la soberanía popular como un formidable muñeco de viruta, cuya voluntad siempre la doblegó el Santo Oficio o -hace casi dos siglos ya-, los caballeros de la mente cuadrada, los Cien Mil Hijos de San Luis y de su puñetera madre.

Con todos tus muertos es uno de nuestros insultos favoritos. Quizá porque pensemos que la muerte siempre le ocurre a los otros, que los cadáveres son números y sus almas pensaban, por supuesto, como pensamos nosotros, o como no pensamos.

Cuando la muerte venga a visitarnos, cantaba Joaquín Sabina para siempre, que nos lleven al sur de este país, donde hoy por hoy parece que el coronavirus de las narices venturosamente afecta un poco menos, aunque también esta minúscula y maravillosa porción de tierra firme parte de ese enorme valle de lágrimas en el que un microscópico miedo ha convertido al planeta entero.

La parca no se toma vacaciones en estos días, pero debe echarse una siesta bajo la calina o la lluvia de Andalucía. Vaya usted a saber si es cosa del execrable tópico de la pereza, de la pirámide de población, del termómetro, del levante, de nuestra alta resistencia histórica a todas las calamidades o por la gestión de la Junta, que ufano pregona San Telmo: como si no fuera el Gobierno central quien tiene unificadas las competencias de esta crisis y como si en otras comunidades gobernadas por los conservadores no recogiéramos datos tan desoladores como los de la autonomía madrileña.

Claro que tampoco falta quien atribuya esta plaga a la maldición de Tutankamon, por haber desenterrado a Franco o como la eutanasia de la Tercera Edad por decreto, como ha llegado a pregonar una portavoz de la extrema estupidez. En media Europa, los científicos deberían prestar atención especial al impacto de la pandemia en el Homo Ibericus, el de los garrotazos de Goya y la plusmarca de pronunciamientos, conjuras y guerras civiles en siglo y pico. Sobre todo, teniendo en cuenta que gobiernos y oposición cooperan hasta con entusiasmo en Portugal, o sin demasiadas fricciones en Francia, Alemania, Austria e incluso en Gran Bretaña. Italia es cosa aparte, más afín a esa rara querencia nuestra por las pompas fúnebres partidistas. Quizá porque a un país y a otro nos una el imperio romano donde mataban a César también en los idus de marzo, o compartamos ese raro destino en el que la belleza de la Capilla Sixtina, de los versos de Góngora o de La Alhambra esconden el cañón de una lupara, de un trabuco o de un alfanje.

Confinados en casa, si hemos de creer las redes sociales, aumenta exponencialmente nuestro principal I+D+I: la mala leche; ese colmillo retorcido que busca en nuestra reafirmación ideológica la paradójica confianza en que cuando volvamos a salir, si es que salimos, y nos sobrevenga la inminente depresión económica, podremos seguir sacando jugo del procés y del anti-procés, del trifachito o del socialcomunismo. Tal que si no tuviéramos presumiblemente que dedicarnos todos a una a teclear, como una sola persona o como un solo pueblo, S.O.S. Y postergar por cierto tiempo el alzamiento o la revolución francesa, como se han aplazado Las Fallas o las Olimpiadas, aunque sin tener por qué enterrar por ello necesariamente a nuestras legítimas utopías, a nuestros afanes festivos o deportivos.

Estamos ancestralmente tan acostumbrados a la muerte, que ya no le damos importancia. O quizá, en los últimos tiempos, nos falte en cambio su cercanía. Ya nadie se quita el sombrero al paso de un entierro, quizá porque ya apenas se usen mascotas y el cortejo fúnebre viaje a cien por hora rumbo a cualquier cementerio mancomunado.

¿Cómo vamos a pedirle a parte de nuestros representantes públicos que respeten a los finados si ni siquiera los respetamos en nuestros grupos de WhatsApps? A la escalofriante estadística de los últimos cadáveres, añadimos un meme de coña, cuando no a medio censo cantando Resistiré o haciendo payasadas en el balcón, esa bienaventurada guasa también jurásica con la que hemos aprendido a pensar que la cosa no va con nosotros mientras podamos reírnos: todos somos el pariente de guardia que cuenta chistes como catarsis colectiva en el escalofrío de los velatorios mediterráneos.

Umberto Eco escribió mucho sobre la risa –a menudo proscrita por credos y por sátrapas-- como síntoma esencial del ser humano. Y Javier Sádaba ya nos tranquilizó de largo con que los vivos no teníamos que temer a la muerte porque esta concierne tan sólo a los muertos y, hasta nuestro último aliento, no íbamos a ser capaces de calibrarla en la plenitud de su vacío. Tal vez, por cierto, en el fondo seamos borgianos y pensemos que la defunción es una cuestión de estadística y que no está matemáticamente probado que vaya a afectarnos también a nosotros.

Y es que hemos crecido, por otra parte, pensando que teníamos más vidas que pantallas de una Nintendo, o que la gente simplemente se desvanece en el tiempo porque ni siquiera vemos su rostro maquillado dentro de un féretro. Ahora ya no es así. De Bérgamo a Nueva York, pasando por el Palacio de Hielo del Retiro, un fantasma recorre el mundo con olor a madera de pino. Y, como habría dicho Félix Grande, la vida misma se convierte en un gigantesco campo de minas que estallan cada vez más cerca. Los ojos niños nos preguntan qué es eso de palmarla y no sabemos responderles que el paso del tiempo, que ley de vida como acertaban a explicar nuestros abuelos; que no somos eternos y que un día nos llega la fecha de caducidad, la obsolescencia programada de todas las especies vivas. Otra cosa son los desastres naturales. O los artificiales. Otra cosa es esa perplejidad en la que exigimos a un presidente que no se ha visto en otra que detenga un tsunami o que nos haga cruzar el Mar Rojo con el hale-hop de un abracadabra.

Venimos, malhaya, de un tiempo camomila en que la sanidad pública se defendía tan sólo con seguir las series de House o The Good Doctor. Que los sanitarios ya no eran los brujos de la tribu sino un escudo protector que apartaba el olor de la enfermedad o de la vejez bien lejos de nuestros spás, de las discos del regetón o de la humanidad bullanguera de los estadios. ¿Para qué derrochar el dinero en hospitales y laboratorios si podíamos invertirlo en armamento, en bancos o en pan y circo?

Nadie hablará de todas estas vainas en la tribuna de oradores, en las comisiones de investigación o en las proclamas cuarteleras. Desde la razón de los míos y la sinrazón de los contrarios, sencillamente, nos seguirán gritando “tus muertos”. Y, coherentemente, les responderemos: “Los tuyos”. Fin de la cita. Y de este país, con todas sus castas.

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