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El mundo de hoy

Imagen de Hollande, tras los atentados de París

Clara Grima

“Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”.

(Stefan Zweig, “El mundo de ayer”)

Creo que fue hace 10 años, no estoy del todo segura, cuando cayó en mis manos El mundo de ayer de Stefan Zweig. Si no lo ha leído, hoy más que nunca se lo recomiendo. De hecho, desde que lo leí pienso que debería ser de lectura obligatoria en bachillerato. En todos los bachilleratos, de ciencias y letras. El mundo de hoy, y el de mañana, lo construiremos entre todos: los de ciencias, los de letras y los que no hagan nunca bachillerato.

Recuerdo que el prefacio ya me dejó helada toda vez que sabía que el autor, Stefan Zweig, no había podido soportar el dolor acumulado y acabó suicidándose con su esposa en 1942 en Brasil, cogidos de la mano, dejando una nota de despedida desgarradora:

So halte ich es für besser, rechtzeitig und in aufrechter Haltung ein Leben abzuschliessen, dem geistige Arbeit immer die lauterste Freude und persönliche Freiheit das höchste Gut dieser Erde gewesen.

(Creo que lo mejor es terminar a tiempo y erguido después de vivir una vida en la que el trabajo intelectual fue el más puro de los gozos y la libertad personal el mayor tesoro del mundo)

Pero sin duda lo que más me impactó o lo primero que erizó mi piel fue la descripción de su mundo, de ese mundo de ayer europeo, las horas previas a la Gran Guerra.

“Nadie creía en las guerras, las revoluciones ni las subversiones. Todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón. Dicho sentimiento de seguridad era la posesión más deseable de millones de personas, el ideal común de vida. Sólo con esta seguridad valía la pena vivir...”

Sí, ya saben cómo terminó la historia. O cómo continuó porque nuestra historia europea sigue. No pretendo ser alarmista ni insinúo que estamos a las puertas de la tercera. Es más, no lo pienso o no lo quiero pensar. Posiblemente porque mi instinto de protección maternal bloquea ese pensamiento. Y cuesta bloquearlo, no crean, sobre todo cuando te enteras de que grupos de radicales queman centros de refugiados en Alemania, por ejemplo.

De lo que quería hablar hoy tiene que ver con algo que Zweig cuenta también en su libro: cómo sus amigos, intelectuales todos, fueron cambiando y, algunos de ellos, radicalizando su discurso a medida que el fascismo avanzaba en su Europa. No es el caso, todavía, pero sí que asisto un poco perpleja a muchos de los argumentos que gente cercana a mí en pensamiento está usando tras los atentados de París. Y eso también me da miedo. De hecho, me he estado reservando mis opiniones sobre el tema porque, sinceramente, aún no he reaccionado o no he sabido reaccionar a este nuevo ataque del terror. No sé mucho de política internacional ni de guerras ni de terrorismo, mis opiniones se basarían solamente en mis sentimientos. Y sí, reconozco que me ha impactado más el atentado de París que los atentados ocurridos en otros sitios del mundo menos europeos. Posiblemente porque París me pilla a menos de 2.000 kilómetros. No es que no me preocupen los atentados en el Líbano o en Kenia, es que este me asusta más porque está más cerca de los míos. ¿Me hace esto ser una persona vil? Cada vez que aparece un refugiado ahogado en alguna orilla europea me revienta por dentro, pueden creerlo, pero no se acerca ni de lejos a la bomba que supuso la muerte de mi sobrino de dieciocho meses este año. No es que Miguel fuese mejor que ningún niño sirio ni que tuviese más derechos; es que era mi niño. Así que no estoy entre los buenistas.

Tampoco creo, como he leído, que nos merezcamos estos ataques porque nuestros gobiernos les atacaron primero y les vendieron las armas. Sinceramente, no he hecho nada tan malo como para que me abatan a tiros en una discoteca unos fanáticos religiosos, no creo que me lo merezca. De hecho, me suena peligroso ese argumento de que somos culpables por venderles las armas, ¿significa eso que le restamos culpabilidad a su fanatismo y su puta locura? ¿El hecho de disponer de armas occidentales les empuja, por ejemplo, a ejecutar a niños por no querer unirse a sus filas?

Tampoco le quiero quitar las culpas a los gobiernos occidentales, quién soy yo para analizar esta crisis si, como ya he dicho, ni soy experta en política internacional ni creo que tengamos todos los datos para analizarla. Habría que preguntarse, eso sí, por qué jóvenes educados en Europa son capaces de inmolarse por este loco fanatismo. No creo tampoco que haya que dar lecciones de fuerza bombardeando Siria, ni mucho menos cerrar las fronteras a los más de 4 millones de refugiados que están dispersos por el mundo. Es una victoria que le concedemos a estos asesinos. Evidentemente, acogerlos a todos empeoraría nuestro nivel de vida pero creo que la otra opción es mucho peor. Son muchísimas personas desesperadas, el mar no será la salvación de nuestro estado de bienestar. Así que tampoco estoy entre los orgullosos y bravos europeos.

No sé si hay que ponerse la bandera de Francia delante de la cara en el perfil de Facebook, o la de Palestina, o la de Kenia, o la de Líbano… Ya no sé qué es lo que se espera que haga para mostrar mi consternación con todo lo ocurrido. Tampoco me importa, la verdad. Tampoco sé qué espero de este mundo que cada vez está más loco porque, sinceramente, cada vez tengo más miedo y menos esperanzas. Solo deseo, parafraseando a Zweig, que el veneno del odio y la voluntad de exterminio mutuo no haya penetrado otra vez en la sangre de nuestra época.­­­otra vez

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