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El pacto

Arriba protesta el Domingo de Ramos en Barcelona contra la detención de Puigdemont (foto Oriol Solé) y abajo ministros con el Cristo de la Legión el Jueves Santo en Málaga (EFE)

María Iglesias / María Iglesias

La actualidad abriéndose paso a flashes en días de procesión ha sido una continua agresión. Tiendes a cerrar los ojos. Por instinto de protección. Se siente uno atacado. Yo, como tantos que ni somos catalanes ni nacionalistas, me siento dañada por los encarcelamientos de políticos nacionalistas catalanes, por la detención vía euroorden de Puigdemont con que empezó la semana, generando reacciones en las calles barcelonesas, en las carreteras, asomos de violencia cuyas imágenes me dejaron pegada a la pantalla, de noche, el domingo de Ramos. No me oculto que a otra gran parte de españoles les violenta la vía unilateral a la que ha acabado recurriendo el nacionalismo catalán. Compartimos el vértigo de la inestabilidad. Y la impotencia. Pareciera que nada puede hacerse. Hay un temblor soterrado bastante general.

“¿Qué hacer llegados a este punto?”, “¿Cómo la máquina judicial no va a perseguir el incumplimiento de la ley?”, oigo preguntar. Obviando cómo llegamos aquí. Ya decir “cómo llegamos aquí” es señalado como demasiado utópico, ambicioso. Pero la democracia española dura 40 años sólo. Los hemos vivido. Y la degradación del Estado de las autonomías que nos ha traído a este callejón sin aparente buena salida arranca en 2006. Recordamos cuando PSOE y PP apuntalaban sus gobiernos con el nacionalismo soft de Convergencia y Unió. Admirábamos el seny catalán, su sentido de Estado, aquel Jordi Pujol clave -“tranquilo, Jordi”, le decía al teléfono el 23F Juan Carlos-, el oasis del corner derecho, en verdad europeo y avanzado, civilizado. Donde el príncipe era aplaudido por un estadio por agitar la bandera de España; donde se casaba y mudaba la infanta universitaria.

Hasta que en 2006 Rajoy necesitó el populismo de coger firmas anti-Estatut catalán y promover el recurso de inconstitucionalidad para llegar a Moncloa (es doloroso pero cierto: a medida que ETA caía, otro enemigo exterior le convenía). Y en 2010, el Tribunal Constitucional anuló el texto, a pesar de su contenido idéntico al andaluz, sin ir más lejos. De esos polvos este lodo. Regado, para colmo, por dos géiseres de dinero negro que han estallado: la corrupción y financiación ilegal de décadas de la derecha, tanto española como catalana, que hacen que PP y CIU, entregados ambos a recortes sociales, hayan compartido interés por tapar sus vergüenzas... enfrentándonos.

Mientras los antiguos convergentes, al cambiar de nombre, deciden estratégicamente escorarse a la izquierda y unirse a la CUP y Esquerra republicana, el PP está entregado a lo más reaccionario. La última prueba, la guinda a la Semana Santa de cuatro ministros, Zoido (Interior), Catalá (Justicia), Cospedal (Defensa) y Méndez de Vigo (Educación, Cultura, Deporte y de Portavoz) jaleando en Málaga a la Legión. Provocándonos a cuantos creemos y deseamos ser ciudadanos de un Estado laico

Los españoles tenemos amplio currículum y experiencia en enfrentarnos y arruinarnos la existencia. A poco que nos dejemos ir somos capaces de repetir. Pero, ¿No habrá al fin, mayoría; no seremos al fin bastantes los distintos, discrepantes, convencidos de cuánta verdad encierran las máximas democráticas que hemos repetido como palabras que nada significaran, como mantras huecos, útiles sólo para adormecernos?

“No hay que desgastar las instituciones”. En efecto, cuando el Ejecutivo y Legislativo tejen como arañas hilos, interfiriendo en nombramientos de jueces, luego los ciudadanos no creen en la imparcialidad de las sentencias ni, por tanto, las acatan de buen grado. 

“El valor de la democracia es el respeto a la discrepancia”. No es sólo que haya que garantizar el derecho a discrepar sino que hay un gran valor constructivo en la crítica, que el peloteo ciego es un cáncer para todo proyecto. Y, como el cáncer, no deja de reproducirse por todas partes: desde en los Tribunales donde el tercer magistrado de una sala se muerde la lengua para no firmar un voto particular que no cambiará la sentencia y a él, en cambio, le perjudicará la carrera -con peligro hasta de expulsión, tipo Garzón-; hasta en esta Andalucía cuyo tufo capta en su “Malas compañías” sobre los ERE Cristina Pardo.

“Toda aspiración política, hasta la Independencia, cabe mientras se defienda por cauces democráticos, sin violencia”, como argumentamos tantos años de crímenes de ETA. 

“La historia hay que estudiarla para no repetir errores del pasado”. La historia democrática pero también la previa. Muy particularmente la recuperación de la memoria: la verdad, justicia y reparación de las víctimas del franquismo que no son patrimonio exclusivo de los vencidos y sus familiares que luchan muy solos por rescatarla -la asociación Nuestra Memoria acaba de publicar El ADN de la memoria, con referentes muy valiosos-. Sino que es riqueza también para quienes tuvimos abuelos en el bando golpista, para gentes de izquierda o derecha que compartamos el compromiso con la construcción siempre inacabada y frágil de la convivencia en una democracia parlamentaria constitucional. Faros para iluminar la oscuridad.

No me engaño. Por humilde que parezca, articular ese pacto renovado es complejo. Pero, como lo necesitamos con urgencia, quiero creer que habrá nombres suficientes, en partes lo bastante diversas como para armar puentes con la velocidad, convicción y eficacia con que abren frentes quienes socavan nuestra democracia.

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