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El trabajo de mi madre

La cocina donde han pasado tiempo tanto tiempo las amas de casa

Ana I. Bernal Triviño

-¿A qué se dedica?

- Ama de casa- respondía mi madre.

“Nada, entonces”, solía decir quien anotaba aquellos datos. Como mucho, apostillaba el comentario “sus labores”, con ese pronombre que remarcaba de quién eran las tareas. La escena se repetía cada vez que mi madre acompañaba a mi padre en cualquier trámite oficial. Y la recuerdo asentir, con incomodidad. Responder con la boca pequeña. Casi avergonzada. Y bajar la vista como si quisiera, en ese instante, que se la tragara la tierra.

Luego, en el colegio, también nos preguntaban. Y la profesora respondía: “Ser ama de casa no es una profesión”. Y yo me quedaba pensativa, porque veía a mi madre levantarse temprano y acostarse la última día tras día, hacer la comida, fregar o barrer. Mientras mi compañera de pupitre decía que su madre era limpiadora y a ella “le pagaban” por limpiar en una casa. Por entonces, con cinco años, ni siquiera era consciente de la realidad.

Antes de seguir, advierto… No hablo de mujeres que, hoy día, eligen ser amas de casa por propia decisión, porque lo desean y defienden. No hablo de mujeres que, también libremente, desempeñan un trabajo fuera y dentro del hogar. Hablo de una generación silenciada, resultado de condicionantes económicos, sociales y culturales, donde la única solución, la “normal”, lo “natural” era que la mujer se quedase en el hogar con “sus” tareas.

Hablo de una generación de mujeres con inquietudes, que trabajaban cuando eran solteras, o que incluso ejercieron trabajos mal pagados y humillantes como emigrantes. Pero que sus vidas cambiaban si se casaban muy jóvenes, con 18 o 20  años, y dejaban de estudiar. O bien cuando venían los hijos y había que atenderles. Muchas de ellas no tuvieron otra alternativa que asumir ese injusto concepto de “ama de casa”, que se potenció aún más en aquellos años. Con todo lo que ello implicaba: sin remuneración, sin límite de horarios, sin reconocimiento, sin protección, sin bajas por enfermedad, sin cotización, sin pensión propia por su trabajo, sin jubilación, sin aparecer en censos o estadísticas. Me refiero a las amas de casa por imposición, no por decisión personal.

Ese grupo de mujeres, nacidas y criadas en la posguerra, en un fortalecimiento del discurso machista y patriarcal, nacionalcatólico, con una Sección Femenina que en sus páginas dejaba claro que la mujer debía estar en el hogar, cuidar del marido e hijos, saber cocinar y hacer dobladillos. Unas páginas donde quedaba claro el poder del hombre como “cabeza de familia”, como el único que tiraba del hogar hacia delante.

Esos hogares en los que, para que el marido ejerciera ocho o diez horas de trabajo, se necesitaba el apoyo “silencioso” de una mujer que, a su regreso, tuviese preparada la comida o la cena, la ropa planchada y la casa bien limpia. En una época en la que (tampoco hemos evolucionado tanto hoy día) las jornadas de trabajo y toda su dinámica estaban (y están) diseñadas y articuladas bajo un mundo de hombres y para hombres.

Ese grupo de mujeres que hablaban en los patios de los bloques o en los rellanos de las escaleras sobre confidencias que ellas solo entendían. Porque tenían minada la autoestima ante el escaso reconocimiento de una labor estresante y poco estimulante. Solo ellas sabían de su resignación y vulnerabilidad, de ser víctimas de las circunstancias económicas y de una época, de sentirse menos que otras mujeres que pudieron estudiar más o que, más adelante, sí pudieron ejercer o trabajar. De sentirse mujeres “de segunda” categoría, a las que miraban por encima del hombro gran parte de la sociedad.

Todo ello acompañado desde los medios con buenas dosis de ideología para mantener sus funciones. O el oportuno shetch de humor de la tele, donde siempre se las ridiculizaban o representaban como las “Marujas” que veían telenovelas todo el día mientras masticaban pipas, como si no hicieran nada. O a las que imitaban (e imitan) como personas gordas y descuidadas con sus delantales, mientras todo el mundo ríe la gracia.

Yo conozco a las amas de casa que trabajan, que han sido y siguen siendo el núcleo de la familia. Las que si faltan, se desmorona todo. Yo tuve la suerte de ser consciente de esto pronto. De ver que mi madre ejercía un trabajo a la sombra, con poco espacio para el descanso. Donde, si se ponía delante de la única tele de la casa, era para estar a la vez cortando las patatas para la cena, con la piel de las manos quemada por el agua fría de lavar los platos, para que durase más el butano. La que, si solo había pescado para cuatro, ella se hacía una tortilla. Y la que se vestía ya bien entrada de noche para preparar y bajar la basura, como otra de sus tareas.

Por eso, a día de hoy, comprendo por qué mi madre, aunque luego se acostara a las dos de la mañana trabajando, se sentaba por la tarde para reforzar los deberes del colegio (con el ahorro de las clases de apoyo). Aquel empeño siempre era estudiar, estudiar, estudiar y estudiar más allá de lo que ella pudo, para que eligiéramos por nosotras. Las mismas mujeres que lloraban en las graduaciones de instituto, licenciatura o doctorado por ver a sus hijas donde ellas nunca pudieron estar. Quizás, por eso, mi madre (como otras muchas) ha sufrido tanto cuando ha visto a sus hijas, estudiosas y responsables, en la cola del paro.

Mi madre tiene tan asumida que esta era “su” labor, que regresaba de sus sesiones de quimioterapia y se empeñaba en hacer la comida, limpiar o tender la ropa, porque eso era de “ella” y no se podía pagar a nadie. Cuando mi madre no podía más de su cáncer y yo he cubierto parte de su trabajo, es ahí, al vivirlo en mi propia piel, cuando he sido consciente de cuánto ha callado y soportado, del estrés y el escaso reconocimiento a esa tarea de “mujeres”. También ha recuperado el contacto con sus antiguas vecinas, donde muchas de esas amas de casa tienen ahora el plus de cuidadoras. Una tendencia que, lejos de retroceder, va en aumento por la crisis.

A veces me pregunto qué hubiese sido de la vida de mi madre si hubiese llegado a ser telefonista o profesora de francés, que era lo que soñaba. Creo que estamos en deuda con todo el trabajo invisible que estas mujeres han hecho toda su vida.

Yo no quiero que mi madre se vaya con la sensación de que, por ser ama de casa, no ha sido nada en esta vida. Quiero que, cuando se vaya, sepa que lo ha sido todo.

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