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Blas Infante y la “derechita cobarde”

Un estudio recupera la presencia de Blas Infante y de su lucha en favor del Estatuto de Autonomía en la prensa de 1936

Alejandro García Sanjuán

Profesor de Historia Medieval —

Como cada mes de agosto, la ultraderecha no ha dejado pasar la oportunidad de denigrar a Blas Infante. Asesinado por los franquistas en 1936, el notario malagueño se significó por sus ideas progresistas y su exaltación de Andalucía, territorio al que, como todos los ideólogos nacionalistas, quiso dotar de una personalidad histórica propia.

Convencido de la existencia de una identidad andaluza singular, Infante estableció una ecuación entre Al Andalus y Andalucía que se oponía a la tesis españolista de la Reconquista, en pleno auge ya en época de Infante, y según la cual España sería una nación forjada contra el islam. La tremenda osadía de cuestionar la narrativa histórica sobre la que se asienta la afirmación nacionalcatólica de la identidad española explica, entre otros motivos, que los franquistas no dudasen en ejecutarlo y que, en la actualidad, su figura sea denigrada e insultada de manera constante por la ultraderecha. Uno de los fundadores de Vox se refirió a él como “cretino”, y hace sólo unos días un concejal sevillano de la misma formación aprovechó la conmemoración de su fusilamiento para llamarlo “tarado”.

El discurso sectario y excluyente del nacionalismo español, dirigido a transmitir una idea exclusivamente católica de la identidad española y basado en la denigración, soslayo o negación del pasado islámico peninsular, tiene en Andalucía uno de sus referentes principales. Así lo acreditan los frecuentes mensajes en redes sociales de los líderes de la ultraderecha exaltando la celebración de la Toma de Granada en términos de auténtica “gesta nacional” o reivindicando como propias las acciones de figuras históricas relevantes de la conquista cristiana de Al-Andalus. Ello no tiene nada de casual, sino que obedece a la especial relación del actual territorio andaluz con la presencia de la cultura árabe e islámica en la Península, una relación que, sin embargo, no se ajusta a los términos establecidos en su día por el fundador del andalucismo.

Como es sabido, el nombre moderno de Andalucía procede de Al-Andalus a través de un proceso etimológico del que sólo se conocen algunas de sus etapas evolutivas. La forma indeluciis para referirse a la población musulmana aparece mencionada en un documento del emperador Alfonso VII fechado en 1150 mientras que el nombre “Andalucía” (en distintas versiones) se afirmará a partir del XIII como la denominación habitual de los territorios musulmanes del Sur peninsular.

Como realidad territorial dotada de una dimensión administrativa propia, Andalucía representa, sin embargo, una realidad mucho más moderna, ya que sólo se configura a raíz de las reformas del ministro Javier de Burgos de 1833. La relación etimológica entre los nombres “Andalucía” y “al-Andalus” no permite, por lo tanto, asumir la identidad histórica entre ambas realidades. En contra de lo que suele pensarse, al-Andalus, en realidad, era el nombre que los árabes dieron a la Península en su totalidad.

Aunque estos datos son suficientes para acreditar que la asimilación histórica de Andalucía y al- Andalus planteada por el fundador del andalucismo constituye una falacia, hay otros elementos que no deben soslayarse a la hora de lograr una comprensión correcta de la relación entre ambas realidades históricas. Casi desde el mismo momento de su llegada a la Península en 711, los conquistadores árabes eligieron Córdoba como la sede de su poder y a lo largo de los ocho siglos de permanencia musulmana, los territorios de la actual Andalucía fueron la sede de las sucesivas capitales políticas musulmanas: Córdoba Omeya (siglos VIII-XI), Sevilla almorávide y almohade (siglos XII-XIII) y Granada nazarí (siglos XIII-XV). Que la actual Andalucía fuese el núcleo territorial principal de al-Andalus explica que los más destacados iconos arquitectónicos que atestiguan su presencia en la Península se localicen, sobre todo, en Andalucía, como acreditan los casos de la Mezquita de Córdoba y la Alhambra de Granada. Por lo tanto, existen causas históricas bien establecidas que permiten entender por qué Andalucía heredó su nombre de al-Andalus, causas que no son el producto de los delirios ideológicos de ningún “tarado”.

Asumir la relevancia histórica del pasado árabe e islámico de Andalucía no supone, en absoluto, cuestionar los cambios trascendentales que supuso la conquista cristiana del territorio a partir del siglo XIII. Los problemas surgen cuando se pretende utilizar el pasado para justificar el presente, una metodología habitual en todos los nacionalismos. En este sentido, los españolistas han acreditado de manera tradicional una notoria incapacidad para asumir lo que en realidad son, nacionalistas españoles, lo cual explica que perciban la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio.

En efecto, la permanente afirmación españolista de la continuidad histórica de Hispania con España a través de la Reconquista constituye una falacia equivalente a la asimilación de Andalucía con al-Andalus propia del andalucismo. Al igual que el nombre de Andalucía procede del de al-Andalus, el de España procede de Hispania. En ninguno de ambos casos, sin embargo, la etimología debe confundirse con la historia. La precaria unidad política de Hispania creada por los visigodos en el siglo VII quedó definitivamente destruida con la conquista musulmana y no volvería a ser restaurada. Desde entonces, la Península fue un territorio desunido, salvo durante un breve período en la época de los Habsburgo y debido a razones meramente dinásticas. La conquista musulmana consagró, así, una situación de división del espacio peninsular en formaciones políticas independientes que ha permanecido inalterable hasta la actualidad. Si Hispania fue la península ibérica en su totalidad, resulta obvio que España no lo es.

No puede descartarse que sea la clara e inconfesada conciencia de estas realidades históricas la que permita entender por qué los sectores historiográficos académicos afines a Vox se han sentido incapaces de asumir la reciente caracterización de Blas Infante como “tarado”. Los historiadores y arabistas orgánicos de la ultraderecha deberían asumir como propia la labor de explicar a sus compañeros, algunos de los cuales acreditan una urgente necesidad de mejorar sus conocimientos, ciertas nociones históricas básicas. Lamentablemente, la certeza de quedar reducidos a la infamante categoría de “derechita cobarde” permite presumir que serán incapaces de asumir esa sencilla tarea.

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