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Antonio Machado, ochenta años atrás (1)

Antonio Machado

Juan José Téllez

“¿A dónde?”, pregunta el taxista.

“A la estación María Zambrano”, respondo.

Anochece en Málaga y el conductor escucha El ojo crítico, de RNE. Hablan de la Generación del 27.

  • ¿Esa señora era también de esta gente?, me interroga cuando le pregunto si escucha asiduamente ese programa.
  • Sí, también era del 27.
  • ¿Y usted sabe quién era Henri Bergson?

Me quedo perplejo y le cuento que fue un filósofo francés a cuyas clases acudió un par de veces Antonio Machado: “Su teoría del tiempo le influyó mucho”, presumo.

  • ¿Usted quiere creer que la mayoría de mis colegas no lo conocen?
  • “Ni los míos tampoco”, le sonrío.
  • Yo es que no salgo de casa sin esto encima.

El taxista echa mano a la guantera y saca las poesías completas de Antonio Machado en la antigua edición de Austral. En la nueva colección de esta misma editorial, ochenta años después de la muerte del autor de Campos de Castilla, acaba de publicar su poesía completa Luis García Montero, que citó a don Antonio durante su presentación en Madrid y en Granada: “Antonio Machado –me dice-- es, junto a Simone Weil, Walter Benjamin y Albert Camus, una de las grandes figuras en las que el siglo XXI puede buscar las mejores lecciones éticas del siglo XX. Su poesía es cívica y su civismo poético”.

 ¿Llegaremos pronto a Sevilla?

María Zambrano Alarcón iba a recordar aquellos días del final de enero del año 39, cruzando la frontera de Francia del brazo de Antonio Machado, el maestro, el pensador, el poeta, el viejo amigo de su padre, don Blas, en “la pétrea e inamovible Segovia”, en cuyo Ayuntamiento el escritor andaluz había izado la bandera tricolor un 14 de abril de 1931.

Entre la barahúnda de fugitivos camino del norte, hostigados por el Ejército fascista y con Barcelona como último reducto, don Antonio iba a pie, apoyándose en su madre, doña Ana Ruiz, que no hacía más que preguntar ¿llegaremos pronto a Sevilla, llegaremos pronto a Sevilla?

“No hay unanimidad en la precisión, en la exactitud del relato del viaje –afirma la profesora Elena Barroso-.  Sabemos que las fuentes son el relato del hermano, de José, o el de Xirau, que fuera rector de la Universidad de Barcelona y que viajaba con ellos en aquel grupo de intelectuales. O el testimonio de Corpus Vargas. 

Si no recuerdo mal, en el relato de Xirau se dice que llegan desde la frontera hasta Cerbere en un automóvil que había prestado a la familia Machado el Capitán de la Aduana Francesa. Al bajarse del coche y cuando van a subirla al vagón de tren donde iban a pasar la noche,  en ese momento, fue cuando repetía, como ya lo había repetido muchas veces a sus hijos, en forma de pregunta, ¿llegaremos pronto a Sevilla?

En otra versión, Corpus Vargas dice que cuando tiene que atravesar a pie medio kilómetro aproximadamente, el tramo que separa el punto de la frontera española de la francesa, él la lleva en brazos y le pregunta al oído también, ¿llegaremos pronto a Sevilla? Pero en todo caso digamos que las variantes son poco significativas. El hecho es que ella pregunta eso, y a mí me hace pensar siempre que esa pregunta que Ana Ruiz Fernández formula desde esa especie de digamos lucidez de la demencia, coincide de alguna manera con ese último verso de Antonio Machado, ese verso que remite al patio y al cielo azul de Sevilla.  Estos días azules y este sol de la infancia. Hay una misma mirada en los dos. Cuando ya tienen puesto el pie en el estribo, hay una mirada retrospectiva hacia aquel paraíso perdido.

Evacuado de Madrid con el Gobierno hasta Valencia, los Machado recalaron luego en Barcelona, hasta que llegó el éxodo republicano. Entre la turbamulta fugitiva, Antonio Machado y su familia habían llegado en coche hasta Gerona, en una huida que comenzara casi una semana antes, el 22, a un mes de su muerte. Cuatro días después, una ambulancia les había acercado hasta la masía Max Feixat, cerca de Viladásens, muy cerca y muy lejos al mismo tiempo de la frontera. Tardaron dos días en llegar. Corpus Barga también les vio, a él, a su madre, o a José Machado, que viajaba con su esposa. Era el pintor, que siempre insistió en que sólo bajaron del auto para cruzar el breve tramo del puesto aduanero. Allí se acercaron Barga y los hermanos José y Joaquín Xirau, hasta la caseta donde despachaba el comisario de la Gendarmería francesa, que les prestó su propio coche para que pudieran llegar más cómodamente hasta Cerbére y desde allí hasta Colliure, que fue el morir.

“Suban, suban, por favor”, les suplicó María poco antes, cuando les vio ganar a pie el tramo que les quedaba hasta el puesto fronterizo.

No –repuso Machado quizá más serio que nunca--. Quiero cruzar la frontera a pie, como todos los vencidos.

Así que María Zambrano no se lo pensó dos veces, bajó del auto y también atravesó la aduana junto a ellos, los herederos de una vieja horda de soñadores, vencidos por un país eternamente cainita. Un mundo más tarde, después de que ella volviese a España de vuelta de todos los exilios y camino del último destierro, su sobrina habría de preguntárselo: “¿Tuviste miedo aquella noche?”.

-Dejábamos todo atrás, a parte de nuestra familia, nuestra casa, nuestras pertenencias. Pero el infierno hubiera sido quedarnos. Una vez que aprendemos a ser libres, ya no podemos volver a someternos.

Un mes más tarde, nos dejó Antonio Machado, que atravesó la postrera frontera de la vida. En sus bolsillos, encontraron sus últimos versos: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Por Colliure, en estos días, paseaba Ian Gibson, uno de los biógrafos del poeta, que evocaba al entonces joven ferroviario Jacques Baills, que llevaría a aquella familia fugitiva hasta la posada Bougnol Quintana, donde les prestaron calor, víveres y ropa, aunque los hermanos tenían que intercambiarse la única camisa para acudir cada uno por su lado a almorzar con el resto: “Aquel joven aprendía español y había leído poemas de Antonio Machado”, evoca Gibson ahora, como una de tantas historias de aquellos días del destierro.

“Cerca de Colliure –evoca Gibson--, ella piensa que está llegando a la Sevilla de sus juventudes, ¿es terrible no? Y dicen que cuando murió Antonio, ella estaba en coma pero se despertó y vio que no estaba su hijo en la cama de al lado; así que le dijo el otro hermano José: ”Mamá no te preocupes porque Antonio tiene gripe y le están curando en la clínica“; pero dice el otro hermano que no, que ”mamá se enteró, cerró los ojos y murió unas horas después“; porque ella siempre había dicho que ella se moriría cuando se muriera su Antonio, porque Antonio por lo visto era el hijo preferido. Es terrible… La gente va al pequeño Camposanto de Colliure, al sur de Francia, hasta su tumba. Miles de personas cada año dejan sus recuerdos; incluso hay un buzón al lado de la tumba donde la gente pone cartas, poemas, dibujos… Y me han dicho en Colliure que llegan cartas del extranjero que ponen ”D. Antonio Machado, cementerio de Colliure“. La cosa más patética… y más hermosa ¿no?”.

Ana Ruiz, la madre de Antonio

En un principio, Ana Ruiz y su hijo no fueron enterrados en la misma fosa, como descansan ahora.  A Antonio, que le precedió, le reservaron un lugar de honor, en un nicho del panteón de Madame Deboher, mientras su madre fue inhumada en una tumba municipal. A fin de cuentas, como insistió Corpus Vargas ante los gendarmes, era en España tan famoso como Paul Valery lo era en Francia. A su madre, la inhumaron en una fosa más humilde pero, al cabo del tiempo, les reunieron bajo una lápida compartida, que habitualmente se llena de flores y escarapelas tricolores. El buzón fue instalado allí en los años 70 y en la actualidad, desde la Universidad de Alcalá de Henares viene llevando a cabo una catalogación de dichos documentos y exvotos laicos, que incluyen dibujos, poemas, cartas propiamente dichas e impensables remembranzas y fetiches en torno a la vida y la obra del poeta o la huella que dejaron en sus remitentes.

Desde aquella pensión, ahora cerrada, José informó a sus hijas de la muerte de su madre y de su hermano. La carta se conserva entre los fondos que la Fundación Unicaja exhibe desde ayer en Sevilla, un espacio que quiere albergar de forma permanente la memoria de Antonio y de Manuel. 

Por las vitrinas, cruzan las sombras del destierro y la de Ana Ruiz, la madre de los Machado, a la que Antonio Ramos dedicó hace años un capítulo de su serie “Andaluzas”, primero en televisión y luego en forma de libro, como “protagonistas a su pesar” de la historia de España. Ella era nieta de marinos pero hija de una confitera de Triana, la esposa del folklorista Antonio Machado Alvarez más conocido como “Demófilo”, hijo a su vez de un laureado científico y al que conoció un día en que asistían asombrados a la presencia de delfines en el Guadalquivir.

“De Ana Ruiz –añade el profesor Enrique Baltanás-- se ha hablado poco. Yo creo que porque muchas veces reivindicamos a las mujeres que han sido científicas, o intelectuales o políticas, etcétera. Pero ella era una mujer sencilla; era una mujer, esposa y madre. No tenía otro mérito vamos a decir entre comillas, yo creo que sí tenía mérito lo que pasa que un mérito callado que no tenía relevancia pública pero que indudablemente fue muy importante en la vida de su marido y de sus hijos”.

El largo éxodo

¿Cómo llegaron hasta Francia? Antonio Machado fue evacuado desde Madrid a Valencia, como muchos otros intelectuales y personalidades de cierto relieve, ante el avance de las tropas fascistas sobre la llamada capital de la gloria. Sin embargo, su principal refugio durante la guerra sería la localidad de Rocafort, desde donde partió hacia Barcelona en 1938. Desde allí, inició su éxodo hacia la frontera francesa a finales de enero de 1939, cuando ya todo parecía definitivamente perdido para la causa republicana, toda vez que, tras la batalla del Ebro, no hubo posibilidad alguna de que la Francia de León Blum rearmase al ejército que defendía la legitimidad democrática de España.

El primer éxodo había tenido lugar desde Madrid, la capital de la gloria, hasta Valencia, aunque se alojaran en el municipio de Rocafort: “El no se quería mover de Madrid con su madre, porque estaba muy anciana, pero le dice Rafael Alberti que hay que irse de Madrid porque las tropas nacionales están encima –ha resumido Daniel Pineda Novo-. Entonces lo evacuan, a través del Quinto Regimiento, con una gran cantidad de intelectuales. Doña Ana debió de sufrir mucho este terrible acontecimiento, viendo a su hijo envejecido, con ese gabán, con ese cigarro, que él liaba que se le caía la ceniza encima. Un hombre ya sin afeitar, un hombre que prácticamente que estaba por encima de la vida, que ya no tenía ilusiones. Había muerto su esposa, había tenido un desengaño amoroso con Pilar de Valderrama, a la que él llamaba Guiomar y además no triunfaba la causa republicana por la que él había apostado”.

El día 24 de noviembre de 1936 tuvo lugar la evacuación de intelectuales a Valencia, dispuesta por el gobierno republicano. En esa diáspora, se encuentran también sus hermanos José, Francisco y Joaquín, junto con sus respectivas familias. Y, por supuesto, su madre. Antonio se alojará con ella en Villa Amparo, cerca de Rocafort, desde donde secunda la Alianza de Escritores Antifascistas cuyo congreso se celebrará en Valencia.

Leonor, la hija de José, recordaba aquel precipitado viaje familiar a bordo de dos autocares: “En el nuestro, en el que íbamos nosotros, se rompió la correa del ventilador y empezó a echar humo subiendo el puerto de Contreras. Y estuvimos allí en la carretera hasta que al final llegamos a Valencia a la 1 de la madrugada pero bueno, sin novedad. Un poco incómodo para los mayores; nosotros casi que lo pasábamos en grande. Eso nos servía como un pretexto para estar reunidas todas las primas y corretear por allí por la carretera”.

El cerco se estrecha sobre la resistencia republicana y en 1938, deberán poner rumbo a Barcelona, a medida que el fascismo avanza sobre la vieja España cainita. En la capital de Catalunya, se alojan inicialmente en el hotel Majestic, pero el profesor Wenceslao Roces les cede Torre Castañer, una villa situada en el paseo de San Gervasi. Allí sería la última vez que Leonor Machado vería a su abuela y a su tío.

La investigadora Monique Alonso acepta que el largo camino entre Madrid y Barcelona resultó especialmente duro para la familia: “La primera etapa hacia Valencia fue tremenda pero al menos estaba toda la familia junta. Salió toda la familia menos Manuel. Estuvieron juntos en Valencia, estaban las sobrinas…  En Barcelona no estaban todos los hermanos juntos en Torre Castañer. Estaban José, su esposa Matea y Doña Ana y Don Antonio pero Joaquín y Francisco también estaban en Barcelona, en alojamientos distintos. Sin embargo, se veían e iban a Torre Castañer. O sea que estaba toda la familia junta. Fue difícil obviamente”.

La escritora Antonina Rodrigo, que formó parte de la Fundación Machado, ha subrayado que al menos doce mujeres han logrado conservar la memoria de aquellos días. Leonor Machado, por ejemplo, sabe que a sus familiares de Torre Castañer fueron a buscarles en una ambulancia para la evacuación final de Barcelona: “Algunos de los que iban allí les dijeron, no se demoren, vámonos, vámonos, y creo que Antonio les dijo, ¿tienen prisa ustedes? Yo no. Él no tenía prisa por irse. Yo creo que predecía que eso era ya la muerte.  La madre ya muy delicada, y en unas condiciones impeorables, porque hay que ver lo que fue eso”.

(Continuará)

 

 

 

 

 

 

 

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