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Municipalismo y asalto institucional, una visión descreída: “¿Quién puede vivir en una perpetua campaña electoral?”

Santi Fernández Patón

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¿En qué punto de una campaña electoral llegas a creer que tu relación de pareja corre peligro? O peor aún, ¿en qué punto te convences de que por el momento eso puede esperar? Este no es un ensayo sobre el ciclo político que arrancó en la primavera de 2011 y finalizó de forma abrupta justo ocho años después, ni siquiera pretendo profundizar sobre sus orígenes (el 15M), desarrollo (Podemos, el municipalismo) y hundimiento (el regreso del bipartidismo). Esta es la vivencia personal de alguien que participó en primera línea de todo ello, o ni siquiera: es un intento de respuesta a las múltiples preguntas que me asaltaron durante una campaña electoral, la de Málaga Ahora en las elecciones municipales de mayo de 2019. Ni yo ni muchas de las personas que diseñamos e intervenimos activamente en esa campaña habíamos creído nunca en la vía institucional como arma política, y me temo que ahora menos. Este es el relato de un descreído, de alguien que siempre vio en los parlamentos y plenos un teatro en el que sólo triunfaban los mediocres porque, sospechaba, no tenían competencia. Hoy sé, sin género de dudas, que tanto a izquierda y a derecha esa es una verdad casi siempre irrefutable.

La percepción generalizada de los políticos profesionales como gente escasamente dotada no es un mero cliché. Ya lo decía aquella vieja canción que Sabina cantaba con Rosendo: “El más capullo de mi clase (¡qué elemento!) llegó hasta el Parlamento. […] ha engordado desde el día en que un ujier le llamó su señoría”. Y es que toda persona lo suficientemente brillante que por algún motivo —a veces incluso legítimo— acaba metida de lleno en el torbellino institucional, antes o después abandona. No tarda en entender que su tiempo y energía no pueden estar al servicio de una profesión —de eso se trata, al fin y al cabo— que consiste, fundamentalmente, en figurar y poco más.

Sería difícil medir la utilidad verdadera de la jornada de un concejal de la oposición, del sistema al completo de representación municipal, en realidad, y sobre todo de los plenos, esa especie de sublimación del absurdo desde el momento en que la Ley de Grandes Ciudades, como es el caso de Málaga, determina que las mociones aprobadas son poco menos que directrices políticas y que, excepto en contados casos, exime a los gobiernos de su cumplimiento. Solo eso sería suficiente para entender que la mayor parte del trabajo institucional que se desarrolla desde la oposición en un Consistorio no tiene trascendencia en la vida cotidiana de la ciudadanía. Por tanto, el trabajo se centra, en su mayor parte, en sacar el máximo partido al escaparate que durante cuatro años un concejal tiene a su disposición. Esto es, defender esas mociones inútiles —que por norma las redactan los equipos técnicos—, como demostración de que tu partido tiene un modelo de ciudad mejor que el del Gobierno, aunque solo sea sobre el papel. En otras palabras, vivir cuatro años en una campaña constante.

Empeños nobles e ingenuos

¿Quién puede vivir en una perpetua campaña electoral? Sólo alguien tan pagado de sí mismo como para creer que merece la atención generalizada todos y cada uno de los días de su vida: un mediocre. El reto, así, no es otro que el de escapar a semejante lógica para extraer algo de esos cuatro años que acabe por beneficiar a un amplio sector de la sociedad: un empeño, como constatamos tan dolorosamente, igual de noble que de ingenuo. Esquivar la lógica electoral, la campaña interminable, carece de todo sentido en el juego institucional y, lo que es peor, ni siquiera entrando en él tienes posibilidades reales de salir airoso si no engulles una serie de códigos y conductas, como concluiremos más adelante.

Sí, evidentemente no son pocas las excepciones, a todos se nos vienen a la cabeza ejemplos más que respetables de mujeres y hombres vocacionales, convencidos de que hay otra manera de hacer política. La oleada de nuevos políticos que trajo el 15M, lo que ha venido llamándose de manera un tanto vaga “nueva política”, nos puso de golpe, por fin, frente a representantes brillantes. De pronto, en el espectro de la izquierda, parecía que la excepción era la norma: Colau, Iglesias, Errejón, Oltra, incluso Alberto Garzón desde un partido del Régimen del 78, así como otros menos conocidos, relucían tanto o más por el contraste con los viejos políticos. Más allá de cualquier otro análisis sobre el estilo, la composición de clase, la trayectoria previa o la generación de las caras más visibles de la nueva política, quedémonos con algo así de sencillo: la nueva política supuso sobre todo eso, que de pronto nuestros amigos habían entrado en un terreno vedado, el del debate público, para demostrar en directo y en prime time lo que en el fondo todos ya sabíamos, que tú, que yo, que cualquier hijo de vecino es más listo que, por ejemplo, Rajoy. Eso, que lo sabe cualquiera, nunca se habría probado por la vía de los hechos si la nueva política no hubiera abierto aquel resquicio por el que tantas y tantos entramos en tropel.

“¿Nos hemos arrepentido de lo que llamamos asalto institucional?”

¿Os acordáis? Al dejar las plazas nos habían dicho aquello de que, si era cierto que no nos representaban, organizáramos nuestros propios partidos. Estoy seguro de que nunca se han arrepentido lo suficiente. Pero, ¿y nosotros? ¿Nos hemos arrepentido de eso que tan atrevidamente llamamos el asalto institucional? Nunca, excepto tres meses de mi adolescencia, he pertenecido a ningún partido. Formo parte de eso que difusamente llaman movimientos sociales, y que en mi caso y el de las compañeras y compañeros más afines solemos nombrar como el área de la autonomía. De 2015 a 2019 trabajé como responsable de prensa y argumentario en una candidatura ciudadana netamente municipalista, Málaga Ahora, que no albergaba partidos en su seno —Izquierda Unida, que en un momento inicial se había sumado a su incipiente versión, Ganemos Málaga, acabó por volver a sus modos tradicionales—. Habíamos obtenido más de un 13 % de votos (30.500) en las elecciones municipales, en buena medida porque Podemos Málaga decidió apoyar públicamente nuestra candidatura después de una consulta a sus inscritos, para la que puso como condición que participaran más de la mitad de ellos, como de hecho ocurrió.

En mayo de 2019, cuatro años después, tenía meridianamente claro todo aquello que grosso modo acabo de explicar sobre la mediocridad y el teatro intrascendente, hasta el punto de que ya había anunciado mi renuncia para el nuevo mandato. Y, sin embargo, di de mí todo lo que pude y más en esa nueva campaña electoral, tanto como para haber comenzado este breve libro con esas dos preguntas: ¿En qué punto de una campaña electoral llegas a creer que tu relación de pareja corre peligro? O peor aún, ¿en qué punto te convences de que por el momento eso puede esperar? Ya saben cómo acaba esta historia: con una debacle electoral que, en nuestro caso, nos redujo a la nada institucional. Esos 30.000 votos se convirtieron en 4.000, donde antes habíamos convencido a un 13% del electorado ahora apenas superábamos el 1,8 %. De cuatro concejales, o más bien concejalas, a ninguno. De tercera fuerza en el Ayuntamiento a 2.000 votos más que el Pacma. Pero a Izquierda Unida, que en Málaga se había engullido a lo poco que quedaba de Podemos, es decir, su nombre (o su marca), las cosas no le fueron mucho mejor. Por séptima vez consecutiva el pp volvía a ganar las elecciones.

He dicho que este opúsculo es un intento de respuesta a las preguntas que me asaltaron de manera repetida durante los 15 días que duró la campaña electoral, pero en el fondo ese fue solo el periodo en que cristalizaron de manera más o menos explícita. Simplemente las había acallado durante los años anteriores. (Puedes descargar el ensayo completo aquí).

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