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'El padre' y 'Madre': el frío y la zozobra

Héctor Alterio protagoniza "El padre"

David Montero

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Los caprichos de la cartelera teatral sevillana hicieron coincidir el pasado fin de semana un espectáculo llamado 'El padre' y otro 'Madre', en el Lope de Vega y el Teatro Central respectivamente; y yo decidí que iría a ver ambos y de ambos les contaría por aquí. Eso fue antes de que la gripe me metiera en la cama y la fiebre hiciera su trabajo de mezclar recuerdos e invenciones, de ensanchar el tiempo hasta hacerme dudar de que sólo hayan pasado cuatro días desde entonces. Ahora, empiezo a teclear con la distancia que no suele tener la crítica: cuatro días que parecieran veinte.

Madre

Moeder/Madre, de la compañía belga Peeping Tom, es la segunda entrega de su trilogía sobre la familia (padre, madre, hijos/hijas), de la que ya pudimos ver la primera también en el Teatro Central. Quienes no conozcan la compañía, pueden asomarse a su página. Allí se habla de inestabilidad, de onirismo, de David Lynch, de teatro-danza, de espacios hiperrealistas,… Todo eso puede encontrarse en 'Madre', y más cosas: extrañamiento de objetos y persona(je)s, movimientos “descoyuntados” que están pidiendo auxilio pero sólo engendran risa o escalofrío, ambigüedad espacial y narrativa al yuxtaponer (al menos) tres historias/lugares y pasar de una a otra sin transición cuando no presentarlos simultáneamente, cambio brusco de emociones (de la risa al miedo, de la alegría al dolor), la polivalencia y polisemia de cada objeto, de cada lugar, el espacio sonoro (que tantas veces aparece en créditos pero que pocas comparece en escena) con texturas y ruidos y músicas que generan desasosiego, emoción, distancia, etc.

Ante ese despliegue de recursos para socavar la estabilidad de la ficción, ante esa negativa a domesticarse y domesticarnos, aparece la tentación, la querencia de interpretar, recomponer un relato a partir de estos fragmentos: la mujer que se arrastra por el suelo con el ruido de fondo del agua está nadando en líquido amniótico; la hija que nace y queda en la incubadora años es (también) la madre a la que la enfermedad borra la identidad y la vuelve niña; la máquina de café es la madre de todos los transexuales, una familia no es más que un “museo” de recuerdos a los que se quiere hacer pasar por obras de arte,… Pero me propuse no hacerlo y no lo hice, ni siquiera ahora lo hago. Quizá por eso, porque el silencio del lector que llevo dentro y que quiere siempre traducir, explicar, entender, era una forma de desnudez, cuando terminó la obra, tuve frío. Y lo sigo teniendo. Después de 'Moeder' hace frío, mucho frío, como cuando es Artaud el muerto que sopla.

El Padre

El Padre es un texto del Florian Zeller que ha puesto en escena José Carlos Plaza. En el programa de mano del espectáculo, el director nos habla de Hitchcock y hay algo de su juego con la dosificación de la información y las falsas (o ambiguas) pistas que va suministrando que lo conectan con el maestro del suspense. Pero hay algo que me parece más importante que eso y es al servicio de qué está ese mecanismo, si de la exhibición de sí mismo o de algo más. En 'El Padre', no hay exhibición (sí un amplio dominio del relato) porque la obra pretende (y consigue) hacer sentir al público el proceso de un hombre que va perdiendo la memoria y la razón por una enfermedad degenerativa: del desconcierto a la suspicacia, de la suspicacia a la perplejidad, de ahí al miedo y la zozobra y al abandono final.

Ésa es la filigrana técnica y el gran acierto dramatúrgico: espectador y protagonista saben exactamente lo mismo, y esto provoca de inmediato nuestra empatía, porque compartimos el desesperado e inútil esfuerzo del protagonista por entender a partir de una información sesgada, porque su imposibilidad de distinguir la mentira de la verdad, el sueño de la realidad, lo inventado de lo vivido, son también los nuestros. Sólo al final el autor separa al protagonista de su público, para que sepamos antes que él que la amenaza no estaba fuera sino dentro de su cabeza y es irreversible.

Todo este maravilloso mecanismo recae sobre el trabajo del actor que encarne a ese protagonista, de él depende la verdad y hondura que se alcancen. Hector Alterio encarna a Andrés y el veterano actor nos regala un trabajo magistral en todos los sentidos: afinadísimo en la composición física, el ritmo (o sea, la capacidad de saber cuándo exactamente encajar la réplica o el silencio para que provoque el efecto deseado: risa, lágrima o sorpresa), la administración de la energía que precisa cada momento el personaje para que sigamos su camino,… Todo eso denota oficio, tablas y talento.

Pero hay algo que regala Alterio al personaje y, por tanto, a nosotros, que es un diamante que vale mucho más que eso: su fragilidad. La fragilidad del gran actor que se olvida de que lo es o no le importa, y se expone, y no pretende dictar lecciones sino transitar la zozobra de estar vivo, despierto, presente sabiendo como todos sabemos aunque se nos olvide que, en cualquier momento, podemos estar muertos, dormidos, ausentes. Esa fragilidad es el único camino para llegar a la desolación y la vulnerabilidad que nos regala en la última escena de la función -que hizo llorar hasta a los más reticentes-, pero también a la liviandad de comedia de salón con que sirve las primeras escenas o la verdad de su dolor y su alegría cuando las situación lo demanda.

Es él quien llena el teatro y es justo que lo haga. Aún así, me gustaría destacar el trabajo de su “pareja de baile”, Ana Labordeta. Ella encarna a la hija de Andrés y sostiene un rol difícil durante gran parte de la función porque es sobre ella sobre quien recaen las sospechas (y hasta las antipatías) de Andrés y, por tanto, las nuestras. Me parece que compone con bastante inteligencia su personaje porque la duda que muestra sirve en la primera parte como cómplice de la ambigüedad y, al mismo tiempo, siembra su revelación en la parte final.

El espectáculo, escénicamente, arranca en casa de Andrés y, lentamente, todos los elementos (escenográficos, lumínicos y de vestuario) se van transformando hasta desembocar en el blanquísimo hospital que nos queda al final de la función. La idea es coherente con el texto y está bien ejecutada, pero a mí no me hacía falta. Quiero decir: podría haber seguido la historia sin ese cambio y, sin embargo, el paralelismo tan fiel entre el relato dramático y el visual me restaba fuerza metafórica al conjunto. Cuando digo a mí, es porque no sentí al ver la función que al público que me rodeaba pareciera sobrarles ni faltarles nada. La función terminó con todo el público puesto en pie agradeciendo y reconociendo el trabajo de Alterio y sus compañeros.

Dos obras sobre los padres que, al fin y al cabo, van sobre los hijos. Porque hay muchas formas de desaparecer y no todas son físicas, porque todas las madres son hijas, pero no todas las hijas madres y porque, como decía Vergillos que decía Nabokov, algún día, con suerte, todos seremos huérfanos.

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