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De vez en cuando la vida

Escena de 'La Ternura' /Foto: Luis Castilla

David Montero

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'La ternura' es un texto original del propio Sanzol  inspirado en las comedias de Shakespeare. Dos son las referencias fundamentales: 'La tempestad' con su isla en la que intentar escapar del mundo (exilio, refugio o destierro) y el juego de identidades y equívocos de 'Noche de Reyes'. Pero más allá de referencias y citas, la pieza es pura alegría  que  arrebuja  ese juego de enredos y libertad que es  la comedia isabelina con el tema que más caro le es al autor en sus últimas piezas: la aceptación de que amor y dolor son gemelos, y que estar vivos implica rendirse y quererlos a los dos.

El argumento arranca con una madre y sus dos hijas que se refugian en una isla para huir de los hombres y del amor, pero que se topan con un padre y sus dos hijos que llevan años recluidos allí por la misma razón pero a la inversa: huyeron de las malvadas mujeres. Así que la madre y las hijas se ven obligadas a disfrazarse de hombres. A partir de aquí la trama va dando giros, piruetas y saltos mortales saliendo indemne de todos y haciendo reír mucho y bien.

La escenografía cita al teatro isabelino: detrás, un telón azul en semicírculo con tres puertas ocultas; delante, el lugar que es todos los lugares porque está vacío (o casi) y, por tanto, es llenado por la imaginación del público (que tiene más medios que Spielberg y Del Toro juntos). Ante esos telones que encubren puertas, arcos y muros que sabemos de cartón piedra, resaltan unos vestuarios de época de otra época. Es decir, juegan a un juego de espejos que los colocan en el terreno de la fantasía, que es mucho más hermoso y fértil que el de la verosimilitud. Las luces aportan poesía y belleza a la escena. Diría que, por momentos, me sobran belleza y poesía en la propuesta estética. Hay algo bruto, crudo en 'La ternura' y hay  un pelo más de sofisticación de lo que yo necesitaría. Entiendo que ese “vestir” el espectáculo, ese hacerlo hermoso de mirar desde la organicidad de la propuesta que hacen tan bien como acostumbran Andújar y Yagüe, suma y no resta, y son coherentes con el tono de cuento fantástico general; pero es que yo últimamente estoy una mijita punki.

Los beneficios de la lealtad

El elenco está soberbio y se tira con arrojo a todos los juegos, meandros, trampas y recovecos que desde el texto y la dirección se proponen. Son bufonescos, dramáticos, farsescos, hondos, leves, gamberros y tan sinceros como la propuesta exige. Y duelen cuando tienen que doler.  Claro que, de tanto reír, cuando duelen, escuecen como corte en la yema de los dedos: se me viene ese monólogo en el ascenso al volcán de Eva Trancón, esa lucha a muerte (o sea, a vida) entre el miedo y el deseo. Es hermoso ver los resultados de una mutua lealtad: la de Sanzol a los suyos, la de los suyos a Sanzol. Creo que sólo esta relación “estable” les permite arriesgarse en este lugar que mezcla sin solución de continuidad los cuatros tipos de teatro que Brook señaló:  sagrado, tosco, inmediato y hasta el mortal (agonizante). Y todos están vivos. Y todos suman. Comedia y bufonería, astracanada y melodrama. Y durando dos horas. Y, encima, consiguiendo una de las cosas que más envidia me da en el mundo: no salirse nunca de la comedia, encontrando hondura (y mucha) sin tener que pasarse al drama.

A mí, la función me recordó a Lubischt y al Wilder de Irma la dulce: liviano y tan profundo. También a Allen y Rohmer por su capacidad para entretejer altura de pensamiento con la alegría de una trama que se derrama y juega consigo misma y con el espectador. Hasta ha conseguido que me entren ganas de releer las comedias del Bardo (entre tú y yo, a mí gustarme lo que es gustarme de volverme loco, sólo El sueño y La tempestad, el resto me ponen nunca o casi nunca). Tras 'La ternura', me queda la duda de si las supe leer o no.

Ya he nombrado a Woody Allen y, para mí, cada nueva cita teatral con Alfredo Sanzol tiene algo de lo que tienen (tenían, ya parece que Allen se baja del carro por asuntos feos y dolorosos) aquellas anuales con el neoyorquino: cada nueva obra es noticia de dónde está él y noticia de dónde estoy yo. Por eso, no puedo evitar leer 'La ternura' como el capítulo que sigue a 'La respiración' (crónica autobiográfica de una ruptura) y recordar el naufragio del amor que yo vivía entonces y mis ganas de consuelo ante el desconcierto de lo que ya no era y había sido. Y apuesto que el propio autor ha recorrido un hermoso y difícil camino en el que aquello que ya sabía entonces con la razón (la fragilidad de entregarse al amor a los otros y a lo otro es el milagro y el camino, aunque duela, que duele), aquí está entendido con el corazón, el cuerpo y las tripas. Quizá yo también he curado mis heridas (aunque a ratos escuezan) y son mis tripas, mi corazón y mi cuerpo quienes lo han aprendido.

Los 'Cabeza de Vaca'

Todo esto me pasó el sábado. El viernes estuve viendo a María Cabeza de Vaca en su solo de nombre idéntico a su apellido; un solo inspirado en la figura de su antepasado Alvar Núñez Cabeza de Vaca. La intérprete hace un paralelismo entre la travesía de su  ascendiente y la que supone la creación. Hay mucho humor y mucha ironía y (otra vez) en medio del chiste, siento latir el dolor. La acompañan en el viaje el espacio sonoro de Fran MM Cabeza de Vaca (que crea texturas inquietantes a base de músicas y ruidos y la propia voz de la intérprete) y el crudo y, sin embargo, exquisito trabajo de iluminación de Benito Jiménez (sí, Benito la ha vuelto a formar y van ya unas cuantas).

Me fascinó (como suele) la exactitud y la verdad escénica que regala María, su compromiso con el movimiento y con la acción; me sedujo su desparpajo en el decir y su cuerpo y su rostro capaces de todo (lo sublime y lo grotesco): ese arrastrarse insistiendo (en inglés) en que ella es muy normal, los silencios  entre sus palabras, su huida de solemnidad como forma de bailar y, por tanto, estar en el mundo. Me gustó tanto que creo que la pieza está a punto de ser algo más que una magnífica pieza, que el milagro acecha a la vuelta de la esquina.  Cuando hablo de milagro, hablo de una pieza mayor; de una de ésas que se me hacen heridas. Es una intuición y no tengo la receta, pero me huele que la cosa iría por una vuelta de tuerca en el paralelismo entre Alvar y María, y  una profundización en ese asunto del linaje tan privado y tan universal. O quizá ese milagro, esa cristalización de todo lo que el material promete (América: prodigio y horror; antepasados: cadena inseparable de violencia y amor; creación: escasez y derroche; identidad: luz y confusión) funciona justamente por ausencia y es ahí, en esa inminencia del milagro donde la pieza se me hará herida. Por lo pronto, sigo pensando en ella y no se me borra la imagen de su boca tan abierta con el tocado de plumas mirándome y mirándonos: perplejidad y caricatura y desolación.

Voy terminando, pero antes un par de cosas. La primera es que eché de menos a T. Me gusta encontrármela luego en el bar (acompañada de D que me habla de colores). La segunda es que el título de esto -que ya no sé si es crítica, diario o mixto lobo- es un verso del maestro Ortiz Nuevo y creo que la copla entera resume 'La ternura' y, quizá, 'Cabeza de vaca' y, a lo mejor, toda la vida: “De vez en cuando, la vida/ parece una fantasía/ cuando menos lo esperas/ te da lo que más querías/ aunque luego se lo lleva”. 

Yo no sé qué es la vida,  si un ramito de ambrosía o un huerto de hiel.  De verdad que no lo sé. Pero creo que ahora mismo no quiero saberlo. Prefiero seguir amando y creando y escribiendo y sentándome (o poniéndome de pie) a vivir cosas escénicas, aunque me duela (como a Alfredo, como a María, como a ti). 

 

 

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