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Ruta surrealista por las rotondas de la Bahía de Cádiz (y Jerez)

Pájaro-jaula, en Cádiz.

Enrique Alcina

Oh, las rotondas, allá donde se cruzan las ideas redondas, conducen a ninguna parte del arte ocasional, simbólico y presuntuoso de los tiempos pretéritos, cuando había presupuesto para fardar y dinero ajeno para ostentar. Las “retondas” del Sur del Sur brindan dos huevos fritos con papas al sol veleidoso y muestran las glorias y miserias de tres bellas localidades gaditanas hermanas y, sin embargo, rivales. Gana Jerez de la Frontera por goleada, por tamaño familiar de su término municipal, por nones. Gana en cantidad, aunque no tanto en calidad, a la traviesa ciudad otrora de los Cien Palacios, la muy ex noble y legal El Puerto de Santa María, y a la capital que también marca a balón parado, cuarenta y tantos por ciento de arte quieto y hambre “atrasá”.

 

 

Ahí están, viendo pasar el tiempo, dando vueltas a las cosas. Gerundios, circulen. La ciudad de las Mil y Una Rotondas, casi todas ellas levantadas por el hoy preso Pedro Pacheco, ofrece un curioso y tal vez taquicárdico recorrido plagado de caballos, detalles bodegueros, conjuntos escultóricos de tamaño vertiginoso. Caballo de Troya, minotauro de bronce sin cabeza, hermosos équidos punteros, motoristas a escape libre, esdrújulos sementales de colores, la biblia en verso, glorietas presumidas y de amor propio que guiñan con guasa al chivato que pinta los mapas aéreos en la casapuerta del dichoso google, “tate” quieto ahí.

 

 

De las inmediaciones de la estación de ferrocarril a la avenida Domecq, pasando por la periferia de la prisa mal entendida, los cruces de caminos jerezanos han costado un riñón, pero tienen más arte abstracto que las rotondas de El Puerto. La ribera del Guadalete luce más arte accidental, por así decirlo, y propagandístico, y surrealista. Si en Jerez galopan los caballos de vapor, los caballos de jevi metal y el circuito de velocidad asusta por la millonada de valor añadido y el derroche de notoriedad, en el corazón de la Bahía abundan los mensajes directos y las indirectas del destino.

 

 

Marinero en tierra, Rafael Alberti está que trina en los cielos celestes y eternos. Paticorto, pazguato, una mijita inexpresivo y mirando pa’ Jerez endiñaron al universal poeta en su particular rotonda ubicada en los límites de la ciudad, camino del centro comercial franchute terminado en ofú. Y para colmo, a la vera del cuartel de la Guardia Civil. ¡No es posible! ¡Alberti recitando a cámara lenta a los picoletos! ¿Dónde está el mar, la mar?, preguntóse el señor trovador de la Arboleda Perdida. 

 

 

Maldita sea el parné, que ha descubierto el emplazamiento perfecto para una hamburguesería yanqui a los pies de otra rotonda redonda, la correspondiente a la réplica de la Carabela La Niña. Sin embargo, el mismo parné, o mejor dicho la falta de honestidad pecuniaria, dejó en el aire, nunca mejor dicho, lo que prometía a todo color como la rotonda de la Bola del Mundo o así, no sé qué del Descubrimiento. Fuentes mal informadas descartan que vayan a suplir el macanudo monumento por una franquicia de Prevaricación García. 

 

A escasos metros, una manada de toros da la bienvenida, o despide, a la concurrida audiencia. Monumentales morlacos de la archiconocida firma bodeguera, ya saben, Osborne. No confundir con Soborne. Los mismos toros mundialmente reconocidos que perdieron el nombre por un capricho de un funesto consejo de ministros porque despistaban al conductor.

 

El paraíso de los cuernos parece el mejor lugar a la vera de un célebre, acaso legendario puticlub ahora venido a mucho menos, y antes regentado por familiares de un famoso diestro jerezano, por cierto. Gloriosa glorieta pasional, vamos despacito, no dejen que los niños miren aquel lupanar que ofrecía a la gente indecente la suerte y pecado de relajar “el cuerpo y la mente”, como rezaba la publicidad descarada en los tiempos del dinero moreno, los pliegos de condiciones en condiciones, los concejales de Urbanismo sospechosos y la envidia en líneas generales.

 

 

Lo de arte accidental iba, ahora sí, por una rotonda fea y anónima, esta vez huérfana de escultura del pelotazo, donde chocaba, una noche no y otra sí, un ex alcalde portuense caminito del olvido. Un tupido velo.

 

Más allá de nuestras mentes diminutas, una vez cruzado el mágico puente Carranza, no brillan con luz propia las rotondas con parecidas hechuras que en las poblaciones visitadas anteriormente a golpe de volante, pero merece la pena, o la alegría de Cádiz, pegarse un voltio, o tal vez andarse con rodeos, con un par de signos de los tiempos metafóricos. Un pájaro que no vuela y un candado que no canta.

 

El pájaro jaula de las Puertas de Tierra, nacido no sin polémica alrededor de la Constitución del 78, en homenaje, mejor dicho, a la Inmaculada Carta no tan Magna de marras, representa la libertad y la represión a partes iguales para hoy. La libertad condicional de acero inoxidable y la represión titánica de leyes de mordaza. Un pájaro dentro de una jaula, lo nunca visto, obra de Luis Quintero, artista peculiar que también firma el candado, junto al muelle de Cádiz, que abre y cierra la anteriormente llamada libertad de expresión. Oh, Cádiz, cuna de la libertad y de las tortillitas de camarones. En Oregón vacilan un montón con el estilismo de sus rotondas, y aquí gastamos alpiste de gorrión y un porvenir de ferretería.

 

Nueve metros de alto por diez metros de largo, medidas reglamentarias del pájaro jaula. Pa’ que digan que el AVE llegará a Cádiz cuando se rompan los frenos.  

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