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El mundo entero en un olivar

Vista aérea de la Hacienda Guzmán

Alejandro Ávila

En este museo no hay grandes salas ni pasillos. Tampoco cuadros o esculturas. No hay alarmas ni guardas de seguridad. La Hacienda Guzmán, a escasos kilómetros de Sevilla, es un museo que se disfruta al aire libre y, literalmente, con los cinco sentidos. Su olivoteca es “el museo de olivo vivo más grande del mundo”.

No parece que su director, Gonzalo Guillén, exagere, pues en un rincón de las más de 430 hectáreas de la hacienda, crecen más de 150 especies de olivos procedentes de los cinco continentes.

Las aceitunas de esta colección de olivos tienen todos los colores y formas imaginables: desde los tonos oscuros de la variedad tanche (Francia) hasta los rojizos y moteados de la lechín de Granada, pasando por los tonos pálidos de la blanqueta valenciana.

“La aceituna es de origen mediterráneo y lo importante es saber qué aceite se obtiene de cada variedad. Si su sabor es dulce o amargo”, explica Juan Ramón Guillén, presidente de Hacienda Guzmán. Más allá de su rol de empresario veterano, Guillén es un apasionado del cultivo de la aceituna y la manufactura del aceite.

Los primeros esquejes plantados en esta hacienda, donde se encuentra su propia residencia familiar, llegaron desde Italia y Portugal. Fueron las primeras tierras a las que Guillén exportó su aceite. Más tarde llegaron las variedades de Siria, Turquía o Grecia. La olivoteca iba creciendo así a la par que el negocio.

Guillén habla con pasión tanto de la koroneiki griega, “una variedad de moda y muy antigua, de la que se obtiene un aceite magnífico”, como de la manzanilla española. De esta última se obtiene el aceite gourmet que lleva el nombre de la hacienda. “El aceite no se suele hacer de aceituna manzanilla, porque tiene la mitad de rendimiento y se prefiere para usarla como aceituna de mesa”, explica el aceitero mientras enumera las bondades de una aceituna que, exprimida aún verde, contiene un alto nivel de polifenoles, ese agente antioxidante del aceite de oliva que ayuda a prevenir ciertos tipos de cáncer.

Un paseo por este pequeño bosque tan, paradójicamente, mediterráneo y cosmopolita lleva al visitante a descubrir el olivo hojiblanco, llamado así por el envés blanco de su hoja o el nevado azul, por su tendencia a ponerse de ese color. No falta en este amplio jardín la variedad nabali, una aceituna de resonancias bíblicas por ser característica del Monte de los Olivos de Jerusalén. Tampoco se echa de menos el olivo chetoui de Túnez, que llama la atención por el tamaño diminuto de sus frutos, o la zarza española, que se denomina así por su curiosa forma de mora.

La picual recibe su nombre del tamaño picudo de sus hojas y tiene una enorme importancia para España, porque con su zumo se obtiene el 80% de la producción nacional de aceite de oliva. El mundo se descubre a cada paso con variedades de los lugares más remotos e insospechados: desde la variedad ensasi de Siria a la manzanilla de San Vicente mexicana. Países como Chile, Australia o Argentina hacen también ondear aquí su particular bandera oleica.

La visita a la hacienda no se limita a las umbrías de los olivos, sino que se adentra en una arquitectura y una historia que hunde sus raíces en el siglo XVI. Nada menos que el hijo de Cristobal Colón, Hernando, fue el primer dueño de esta hacienda. Desde aquí, Colón exportó aceite al Nuevo Mundo.

Las tres torres del latifundio fueron otrora molinos de viga… hoy se alzan como una reminiscencia de un pasado centenario: cuando, hace 500 años, ésta era la fábrica de aceite de oliva más grande del mundo. La hacienda cuenta con una pequeña fábrica para obtener su aceite de lujo, cuyo proceso de elaboración también puede visitarse en una pequeña nave aneja a la olivoteca. Para viajar en el tiempo, los dueños de la hacienda han adquirido una viga de madera de 15 metros que permite imaginar cómo se obtenía el aceite en el siglo XVIII bajo la presión de sus tres toneladas.

Tras visitar la vieja fábrica de aceite, un gran patio andaluz abre su paso a las caballerizas. Allí los caballos de pura raza comparten espacio con un museo de carruajes con coches de hasta cuatro siglos de antigüedad. Algunos de ellos esperan las manos expertas de un restaurador para recuperar el esplendor con el que lo disfrutaron dueños tan aristocráticos como la Infanta María Luisa de Borbón.

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