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El rincón del cuerdo: donde la libertad se escucha y tiene un precio

Momento del programa 'El Rincón del Cuerdo'

José Manuel García-Otero

El mar no tiene ventanas y nadie te pide el carné para presenciar la puesta de sol. Cada gota de lluvia huele a libertad y no lleva número de serie. Así, a golpe de sonrisas, se sienten José Antonio, Antonio Javier y Carlos Torres, internos del Hospital Psiquiátrico Penitenciario del Sevilla, parte imprescindible de El Rincón del cuerdo, programa de Radiópolis (88.0 FM) que dirige el enfermero José Antonio García de Castro Martínez y cada quincena se emite desde la sede de esta radio local sevillana, un torreón construido durante la Exposición del 92 y que se asoma a La Cartuja con el Guadalquivir de libre oyente.

La sintonía del programa invita: suena el Moving de Macaco y José María, el novato del grupo, se ajusta el auricular mientras, sin querer, me da un puntapié nervioso bajo la mesa. José María es de Cádiz, sufre esquizofrenia y un alto grado de paranoia. Es amarillo cadista, del barrio de San Lorenzo del puerto, pero no es carnavalero. No canta. Escribe. Escribe todo lo que ve y oye. Habla el coordinador que a su vez presenta. “Buenos días, aquí, una vez más… El rincón del cuerdo…” Todos los ojos centrados en José Antonio, que no parpadea, se ajusta la cazadora roja y lee del tirón la pequeña biografía del que escribe. Hablamos de El arma de los invisibles y el mundo está lleno de ellos. Lo dice Paulo Coelho y los locutores afirman con un movimiento de cabeza. Antonio Javier, interno, vecino de Alcaudete (Jaen), con trastornos múltiples de personalidad, lo observa todo, mide las palabras y sonríe de forma permanente. Cuando creyó su momento, preguntó. Maradona y Messi, las dos emes más grandes del fútbol, desvelaron sus secretos y ellos, los locutores del mediodía, bajo los acordes de la música gamberra de Macaco, se olvidaron del presente y entraron a saco en las ondas.

Hablaron de muchas cosas, de fútbol y de los numerosos rincones que tiene el corazón. “Yo estoy muy a gustito”, dice José Antonio, que se encarga de presentar la música siguiente: “Para ustedes, la Vida es bella”, dispara la frase. Frena en seco y vuelve a soltar: “Se lo dedico a nosotros y también a ustedes”. Nadie ríe. El canario Carlos Torres, con esquizofrenia y paranoia, tiene una voz profunda. Delante de un micrófono se siente como un delfín nadando sobre las aguas del Atlántico. Carlos declama unos versos del Quijote y mete en ellos a Leo Messi, en una improvisación que nos deja boquiabiertos. El canario es un artista con la mirada cansada y un sinfín de proyectos. “Me gustaría hacer un montón de cosas, pero mi cabeza, a veces, es un cajón desastre. Te llegas a creer que no tienes nada, te olvidas de la medicación y la enfermedad maldita rebrota y te juega una mala pasada. Por eso estoy aquí”.

Antonio Javier, jiennense, es un tipo apañado, conductor de máquinas de labranza, le operaron del corazón y en el módulo psiquiátrico, tal vez mirando a un cielo imaginario, se percató de que sabía hacer muchas más cosas. “He sacado la ESO y me he dado cuenta de que tengo buena mano: pinto y me dicen que lo hago bien. Me quedan cuatro años para salir y quiero aprovecharlos”.

Leer, leer

Leer, leerCarlos Torres, el canarión que no deja que la sonrisa se le borre, también confiesa que es un tipo duro y mira la vida de frente. “Yo he hecho muchas cosas: he sido albañil, camarero, vendedor… pero lo que más me gusta es ser actor. Y también locutor. También quiero seguir aprendiendo cosas. Me gusta aprender. He descubierto muchas cosas por los libros que leo. Me gusta mucho la lectura. Esta tarde voy a leer tu libro”. Carlos, originario del barrio canarión de las Rehoyas altas, lleva dos años como interno y todavía le quedan tres más. “Quiero aprender, no quedarme quieto, luchar, luchar siempre. No quiero perder el tiempo”.

José Antonio, que fue al programa de radio por primera vez, mira y mueve los dedos como si teclease un piano invisible. Abre los ojos y sonríe. Él también asegura que su vida es luchar y no quedarse quieto pero, sobre todo, aprender, “por eso voy a clases de doña Isabel (la terapeuta profesional), de la que aprendo mucho, ¿sabe usted? Y me gusta mucho ir a la huerta, es un buen lugar para aprender y hacer cosas”.

José Antonio ama el mar, quizás eche de menos la playa de Cádiz, el olor a salitre que trae el poniente. “Yo he llegado a estar embarcado; una vez fui marinero en el barco de un pariente”, pero este escritor compulsivo no tira mucho por ahí. Quizás puede que le siente bien la gorra de navegante de Rafael Alberti, “pero soy más de tierra y de escribir, yo escribo una barbaridad y también me gusta ir a la huerta (repite). Allí me siento muy bien y aprendo”.

Asumir el problema

Asumir el problemaLa vida interior de José Antonio, Carlos y Antonio Javier es un continuo tobogán, y en esos subes y bajas, ese infierno de colores que unas veces tiene las persianas echadas y otras el sol los deslumbra, no ha podido con este trío de luchadores, que no van de tipos duros y sí de personajes con el corazón grande: hombres con todas sus imperfecciones. “En esta lucha nunca hay que bajar la guardia, porque si lo haces, te puede jugar una mala pasada. Hay que tener los ojos muy abiertos”, dice Carlos. Antonio Javier asiente: “En mi enfermedad, lo importante de todo es asumir que tienes un problema. Digamos que es la piedra angular. Y luego dejar que te ayuden. Yo sé que no estoy solo y tengo gente a mi lado que tratan de ayudarme”. José Antonio pregunta por Leo Messi: “¿No es demasiado bajito? ¿Y cómo puede hacer esas cosas?” No le gusta el carnaval, pero Cádiz le lleva el olor a mar y muchas ganas de juntar palabras que le lleven más allá de las tapias. “Es bueno hacer cosas, es bueno andar ocupado”, insiste Antonio Javier. “Y querer, porque esto nunca termina”.

Macaco interrumpe con su sintonía que lo invade todo. El “incón del cuerdo sopla el final y José Antonio, el enfermero y José Ignacio Martínez, el periodista y alma altruista del invento, dicen que ya es horas de recoger los bártulos y regresar al lugar donde el tiempo es mucho más lento y va cargado de monotonía. El sol en la orilla del río que da a La Cartuja pega pero no molesta. Los tres internos del Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Sevilla se paran como hacen siempre en medio del puente de La Barqueta y aspiran el aire fresco del río que ellos pisan imaginariamente. Son aires de una libertad que tiene un precio.

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