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'Bajo el eclipse': al rescate del olvido de las pintoras españolas que se enfrentaron a la misoginia del mundo del arte

La pintora surrealista Maruja Mallo, comprometida con la II República, tomó el camino del exilio en 1939, del que regresó en 1962.

Óscar Senar Canalís

Zaragoza —

“Olvidad, pobres mujeres, vuestros sueños de libertad y emancipación. Esas son teorías de cabezas enfermas que jamás se podrán practicar, porque la mujer ha nacido para ser protegida y amparada por el hombre”. Este consejo daba Pilar Sinués en la edición de 1881 de su novela El ángel del hogar. Al otro extremo de esa “mujer ideal” que defendía la escritora zaragozana estaban las artistas españolas que transitaron entre el siglo XIX y el XX, pintoras que rompieron los moldes de la época para intentar labrarse un nombre en un mundo del arte patriarcal. La catedrática Concha Lomba recupera la historia de 50 de esas mujeres en el libro Bajo el eclipse. Pintoras en España, 1880-1939, recién editado por el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas).

Esta semana, Lomba presentaba su investigación en el Paraninfo de la Universidad de Zaragoza. No en un lugar cualquiera: lo hacía, paradójicamente, en la sala Pilar Sinués, para la que tuvo un incisivo recuerdo. Su publicación enmienda la plana a la literata moralizante, ya que expone la misoginia y el menoscabo con el que las mujeres artistas han sido tratadas a lo largo de la Edad Contemporánea y hasta bien avanzado el siglo XX. Un empeño en el que la autora lleva volcada casi dos décadas, ante “la falta de estudios serios que incluyeran a artistas mujeres destacadas”.

Lomba explica que las pintoras que analiza en su libro “tenían muy complicado llegar al mundo del arte”, ya que “no se concebía que tuvieran una vida más allá del hogar”. Por eso no tenían acceso a escuelas superiores, y si querían viajar a París para formarse tenían que hacerlo en compañía de sus maridos. Las cosas empezaron a cambiar en 1880, fecha que marca el inicio de su estudio, pues fue entonces cuando por primera vez se permitió el acceso femenino a la Escuela Superior de Bellas Artes de Madrid. Aun así, “su formación no era igual a la de sus compañeros varones”, precisa Lomba, ya que tenían vetados aspectos como el dibujo con modelos al natural.

Si acceder a la academia ya era todo un logro, abrirse paso en el circuito del arte era una tarea casi imposible. Para ello recurrían a estratagemas. “Muchas de ellas no firmaban sus obras o lo hacían con seudónimo. Por ejemplo, Alejandrina Gessler (Cádiz, 1831 - París, 1907) firmaba como Madame Anselma, básicamente porque estaba mal visto que una mujer pintara. En su mayoría, tanto en España como en Europa, usaban solo las iniciales, de manera que no podía saberse si eran hombres o mujeres. También hay casos de pintoras y escultoras que trabajaban en talleres y quienes figuraban como autores era los maestros”, relata Lomba.

Y cuando por fin lograban ser seleccionadas y llegaba el gran momento de exponer... “La crítica era muy misógina y paternalista: hubo críticos que las valoraron por su trabajo, pero los más escribían sobre si eran más o menos guapas o elegantes. Incluso las críticas positivas hablaban de su delicadeza, de su dedicación a la familia... En lugar de hablar de obras de arte decían que realizaban 'ejercicios'”, apunta Lomba.

A lo largo del periodo que cubre Bajo el eclipse se van produciendo avances porque, tal como recuerda Lomba, “estamos en un periodo de modernización general del mundo del arte”. Uno de los principales puntos de inflexión es la Primera Guerra Mundial: “Muchas artistas europeas llegan a España huyendo del conflicto, acompañadas de sus maridos y parejas. Eso crea un caldo de cultivo para el cambio: Madrid se vuelve moderno, y también se deja notar en el País Vasco y Barcelona”, explica la catedrática. Con todo, el gran salto llega con la Generación del 27, cuando “coinciden una serie de artistas muy jóvenes cuyas familias son cultivadas y les dan su apoyo, algo clave”.

La tendencia continuará durante la II República, gracias también al impulso de instituciones como el Lyceum Club Femenino. Durante la Guerra Civil, algunas de esas artistas participan desde la retaguardia con carteles políticos, como Manuela Ballester, o aguafuertes alusivos al conflicto, como Pitti Bartolozzi. En 1939, con la victoria de Franco y la posterior represión, se inició un largo silencio: “Las mujeres, y las artistas, fueron sumidas en el más completo de los anonimatos”.

Lomba destaca el caso de Marisa Roësset, que tenía una postura ideológica afín al régimen y permaneció en España, pero que “cambió por completo de estilo y se olvidó de las innovaciones del periodo anterior”. Otras muchas, como las surrealistas Maruja Mallo, Remedios Varo o Victorina Durán, tomaron el camino del exilio.

La catedrática insiste en que “más allá de las ideologías, todas las artistas de la época tuvieron el objetivo común de la profesionalización”.

Nombres propios con grandes historias detrás

Lomba afirma que tras los nombres de estas pintoras hay “grandes historias”. Cita por ejemplo a María Luisa de la Riva (Zaragoza,1859 - Madrid,1926), “una gran dama que hizo lo que le apeteció”. De la Riva se especializó en bodegones y flores, “el género que supuestamente estaba mandado a las mujeres”, pero “quiso reivindicar que ella era tan capaz como un hombre y por eso pintó cuadros de gran formato con esos temas”.

Entre las pintoras del cambio de siglo, Lomba señala a Aurelia Navarro (Granada, 1882-1968), “una granadina que triunfa en Madrid, con el respaldo de los artistas de la época, pero se atreve a pintar desnudos, con el consecuente enfado de su adinerada familia. Le conceden dos premios, empieza a aparecer mucho en la prensa, gana popularidad y entonces su padre se la lleva de vuelta y la obliga a meterse en un convento y a dejar de pintar”.

“Si no tienen la complicidad de sus familias, sacar adelante su carrera se convierte en una heroicidad”, subraya Lomba. Hay casos extremos, como el de Ángeles Santos, de quien Lomba explica que “intentó suicidarse porque, tras una primera buena recepción de su obra, empieza a recibir malas críticas, lo que le genera una gran angustia”.

¿Dónde está hoy el legado de estas artistas? “Hay mucho en museos, pero también en manos privadas. En el caso de Marisa Roësset, cuando comencé a estudiarla solo había una docena de obras documentadas, pero tras localizar a su familia ahora hay medio centenar”, explica Lomba. La catedrática opina que queda aún mucho por hacer: “Hasta que los historiadores del arte no incorporemos todos estos nombres perdidos a la historiografía general, nada cambiará”.

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