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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

La Tercera guerra mundial era esto

El autor austríaco Stefan Zweig

Juan Gavasa

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Michael Ignatieff afirma en 'Fuego y cenizas' que “la candidez no está muy bien recompensada en el mundo de la política”. También asegura solemne que “nada te va a causar más problemas en política que decir la verdad”. El prestigioso profesor de Harvard y líder del Partido Liberal de Canadá entre 2008 y 2011 plasmó en su excelente libro de memorias su efímero y accidentado paso por la política canadiense. Lo hizo de una manera casi impúdica y conmovedora, reconociendo no solo su fracaso sino intentando identificar las razones que pudieran explicar su nefasta experiencia. Es un manual de autoayuda para políticos y también una reflexión lúcida y serena sobre los arcanos de las democracias modernas, en las que, según su opinión, “el objetivo no es derrotar a un adversario, sino destruir a un enemigo al negarle el derecho a ser escuchado”.

He recordado estos días algunas de la reflexiones escritas por Ignatieff en 2014 a raíz de la grave crisis del coronavirus y de la sensación latente de que los gobernantes y las sociedades de todo el mundo se encuentran a la deriva, aterradas por una tormenta que aun anunciada no esperábamos, sin capacidad para enderezar el barco. Los reproches y criticas que se lanzan unos y otros manifiestan impotencia, desconcierto y miedo. Por primera vez en décadas los políticos no pueden ocultar la verdad porque ésta no puede ser explicada con metalenguaje. Crece la inquietante sensación de que una época se está acabando y de que otra se va a abrir sin tener la más remota idea de cómo será.

Todavía permanece una visión fanática de la política según la cual la gestión de nuestros adversarios políticos siempre será nefasta y la de los nuestros salvadora. Ese ejercicio de filias y fobias que guía nuestro ser político se ha oxidado ante el empuje de un enemigo global que no hace distingos y que arrasa por donde pasa. De repente los viejos códigos de la política tradicional, la que practican los políticos profesionales y los ciudadanos, han envejecido y se observan incapaces de explicar el desafío al que nos enfrentamos. Ya no se trata de tener una fe ciega en los nuestros y una sospecha permanente sobre el adversario, ese espacio en el que hemos almacenado tradicionalmente nuestros prejuicios; la ideología se intuye inservible ante la necesidad de una acción de rescate rápida y colectiva.

Estos días los gabinetes de crisis de todos los gobiernos del mundo improvisan, rectifican, dudan y temen. Nadie se salva. Jean Twenge, profesora de psicología de la Universidad Estatal de San Diego afirma que “en muchos sentidos, el brote de coronavirus es mayor que el 11 de septiembre. También podría ser más grande que la Gran Recesión”. El filósofo esloveno Slavoj Žižek señala en un reciente artículo que “la epidemia del coronavirus no es solo una señal de los límites de la globalización mercantil, también señala el límite, aún más fatal, del populismo nacionalista que insiste en la soberanía absoluta del Estado”.

Suenan ahora premonitorias las palabras escritas por Amin Maalouf en 2009 en “El desajuste del mundo” cuando el mundo se adentraba en la gran recesión: “el tiempo no es nuestro aliado, es nuestro juez, y ya estamos con aplazamiento de condena”. ¿La hemos empezado a cumplir tras una década de gracia? Epidemiólogos, políticos, economistas, periodistas, expertos en ciencia social, opinólogos y gurús advenedizos se enredan estos días en juegos deshonestos de anticipación retroactiva. ¿A quién creer? El caso es que estábamos advertidos pero el mundo desarrollado, desde su confortable zona de confort, se había acostumbrado a los heraldos del Apocalipsis como quien asume la pobreza como elemento irremediable del escenario en el que nos desenvolvemos. Un drama incómodo pero llevadero. Estábamos enfocados en superar la crisis económica de 2008, en mantener nuestros niveles de comodidad, pero fuera se estaba armando una amenaza invisible y silenciosa que ha encontrado a todos los países del mundo sin preparación y sin capacidad de reacción.

Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la Organización Mundial de la Salud, advirtió hace un año de que el riesgo de que un nuevo virus de la gripe se propague de los animales a los seres humanos y cause una pandemia era “constante y real. La cuestión no es saber si habrá una nueva pandemia de gripe, sino cuándo ocurrirá”.

Se ha hecho viral estos días una conferencia pronunciada por Bill Gates en febrero de 2017, en la que afirmó que sin medidas drásticas, un patógeno que se contagia por aire y se mueve rápidamente “podría matar a más de 30 millones de personas en menos de un año”. El fundador del portal digital norteamericano Vox, Ezra Klein, ya escribió en 2015 tras una entrevista con el fundador de Microsoft que “una enfermedad pandémica es la catástrofe más predecible de la historia de la raza humana, aunque solo sea porque le ha sucedido a la raza humana muchas veces antes”.

Era predecible pero no cabía en nuestra adocenada imaginación. Michael R. Brumage, director médico de Cabin Creek Health Systems en West Virginia, ofrece en un artículo publicado en The Atlantic, una imagen aterradora de la América rural, aquella que votó a Trump y que concentra todos los desequilibrios generados durante las últimas décadas: “es una población en declive, sin estructuras de apoyo social, falta de acceso a alimentos nutritivos y un bajo rendimiento educativo, todo lo cual dificulta la resiliencia a los desastres naturales y a los provocados por el hombre”. Ahora piensen en qué condiciones pueden afrontar esta crisis otros países con menor riqueza y desarrollo.

Todas las endebles costuras que la crisis dejó en las sociedades mundiales han saltado por los aires a las primeras de cambio y han generado con la misma fuerza un sentimiento colectivo de unidad y otro de sospecha sobre quienes nos gobiernan. Y esto puede provocar en el futuro, si la pandemia se prolonga, situaciones incontrolables. “Si no confías en el gobierno, es menos probable que lo escuches cuando te diga que te quedes en casa, afirma Jean Twenge. Y si así ocurre, quizás debamos estar preparados para las reacciones de los gobiernos, que asumirán una narrativa de guerra, ya lo está haciendo Trump, para intentar recuperar el control sobre todo lo que dejó de ser sólido. Y aquí hay que regresar a Stefan Zweig, quien nos recuerda en 'El Mundo de ayer' que ”nada demuestra de modo más palmario la terrible caída que sufrió el mundo a partir de la Primera Guerra Mundial como la limitación de la libertad de movimientos del hombre y la reducción de su derecho a la libertad“.

El filósofo Javier Gomá argumenta en una entrevista en La Vanguardia que “la situación es lo más parecida a una guerra defensiva contra un invasor”. ¿Y si la III Guerra Mundial era esto?: un enemigo invisible y global que exige para combatirlo el desarrollo de la ciencia y no el de la tecnología armamentística. Algo es algo. Pensemos en positivo: el coronavirus y el confinamiento nos han hecho valorar y añorar, después de años de deshumanización digital, el contacto físico y las relaciones personales. La crisis ha revelado que nuestras necesidades básicas siguen siendo las mismas y que el el valor de lo colectivo, arrumbado por el individualismo capitalista, permanece en la genética de nuestras sociedades. Si salimos de ésta con un contrato social reforzado, un nuevo consenso sobre la necesidad inalienable de un sistema de salud pública sólido, y los populismos y nacionalismos felizmente desterrados por su descrédito ante desafíos globales como el que tenemos enfrente, quizá no esté todo perdido. Quizá.

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