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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Sin faldas y a lo loco

Maru Díaz

Probablemente si os pregunto cuándo fue la primera vez que llevasteis una falda, la mitad de los lectores, más concretamente, todas las lectoras, sean incapaces de recordar cómo ni cuándo fue esa primera vez. La falda a nosotras nos acompaña desde que tenemos memoria, no sólo como una parte esencial de nuestra vestimenta sino casi como la prenda que define nuestro género. Y si no os lo creéis pensad en los muñequitos de los baños, a nosotras ahí nos define un rectángulo a modo de falda.

Pues bien, si ya la falda se convierte en el arquetipo de nuestro género, hay una falda que se convierte en LA FALDA con mayúsculas de nuestra historia. Y esa es la falda del uniforme. El uniforme escolar diferenciado por géneros data del siglo XIX y su filosofía llega casi intacta hasta nuestros días: dos tipos de ropa para dos tipos de personas; para ellos pantalón y para ellas una falda. A primera vista parece una diferenciación inocua, pero esconde uno de los primeros y más profundos estereotipos de género sobre los que se asienta nuestra cultura machista. Lo explicaré.

La ropa es uno de los principales códigos de expresión de nuestra forma de ser, toda tribu urbana tiene sus códigos de vestimenta que le sirven como forma de expresión de pertenencia y manifestación de un modo de ver el mundo. El ser humano incluso, como especie, no cubrió su desnudez sólo a causa del frío sino también para exteriorizar quién era, para mostrarse. Entendiendo el poder que tiene la vestimenta sobre lo que queremos contar de nosotros mismos el uniforme diferenciado por sexos no muestra, desde la neutralidad, dos géneros con dos modos de ser sino que los condiciona.

Nuestra conducta, nuestra forma de ser se construye en torno a hábitos y roles creados e inducidos en nuestra infancia. Y ahí es donde juega un papel fundamental la falda para nosotras. A nosotras, con tres años, se nos coloca una vestimenta que dificulta realizar las mismas actividades que nuestros compañeros sin que enseñemos la braga (tabú por antonomasia de Occidente). Recién estrenada la falda descubrimos que es muy complejo subir al tobogán sin enseñar el culo y ni te cuento bajar el tobogán sin llevarte un quemazo, descubrimos que jugar al fútbol se convierte en tarea de riesgo porque nos obliga a estar más pendientes de lo que se ve o no se ve que de darle al balón como nuestros compañeros.

Con la falda agacharse, tumbarse en la colchoneta, dar una voltereta, subir por la cuerda vertical, trepar e incluso balancearse en el columpio se hace mucho más complicado porque la falda condiciona negativamente estas actividades. Sin embargo, pasear o sentarse con las piernas cruzadas sobre una silla son las actividades para las que parece que ha sido diseñada dicha vestimenta. Las actividades sedentarias ahorrarán a esas niñas en falda quebraderos de cabeza, y acabarán por ser actividades más apetecibles que superar todos los obstáculos que les impone la falda para jugar a lo mismo que hacen sus compañeros sin esfuerzo.

La falda escribe entre sus pliegues lo que se espera de nosotras, condiciona e incita a hacernos creer que somos, en tanto que niñas, aquello que la falda permite hacer sin dificultad, y prohíbe, por la vía de la desincentivación, aquellas actividades reservadas sólo a aquellos que “llevarán los pantalones”. El machismo se cuela así en nuestras vidas, entre los botones y las tablas de una tela diseñada para enseñarnos a ser las mujeres que la sociedad espera que seamos. Y nosotras, no por la imposición sino por la costumbre, acabamos interiorizando desde niñas un rol como si fuera la naturaleza y no una falda quién decidió que ser mujer no era compatible con correr, saltar, trepar o dar volteretas.

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