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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

De niños y olvidos

Imagen de Ramadhan Notonegoro en Pixabay

Ángela Labordeta

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En el patio de mi recreo, que era de asfalto y sin árboles, había dos bandas y a mí no me gustaba ni la que lideraba Jorge, al que todos llamaban George ignoro el motivo, ni la que lideraba Samuel, al que llamaban Sam porque era algo así como rápido y ventajoso y él se pensaba el tipo más rápido y ventajoso del planeta. En ese patio de recreo, que recuerdo con esquinas mordidas por el viento y silencios acunados por el desgarro de la soledad, casi todos los niños y niñas pertenecían a una u otra banda y solo tres niñas, Elena, Iris y yo caminábamos de forma desordenada, sin detenernos en ninguna conversación porque todas nos parecían el eco de la vanidad de dos jefes que lo eran porque sabían seducir a los débiles, amaestrar a los iguales y atemorizar a aquellos que eran simplemente seres superiores, pero que en el interior de la manada, también llamada tribu, pasaban desapercibidos, eran humillados e incluso en alguna ocasión vi cómo les pegaban por haber sido sobresaliente en aquella reflexión sobre el estoicismo, cuando ni George ni Sam sabían qué eran los estoicos, ni la razón por la que el vestido de la arrogancia es el primero que se deshace con el paso del tiempo. Iris a veces pensaba y actuaba como un hombre, como un hombre adulto quiero decir, adulto e inteligente, y en sus actos y en sus movimientos desplegaba una actitud vertical propia de los hombres, lo que hacía que Elena y yo estuviéramos siempre mucho más solas, porque nosotras teníamos una voz tenue y teníamos miedo cuando George y Sam se acercaban y nos decían que teníamos que elegir estar en un grupo o en otro y nosotras bajábamos la mirada y decíamos que no, que no queríamos ser débiles, que no queríamos ser como ellos y menos querríamos ser humilladas y apaleadas. A Iris, sin embargo, nunca le preguntaban nada y le dejaban que volara sobre el asfalto del patio del recreo con su halo de superioridad y su silencio de tiempo exacto. Algunos días, eran los menos, dejaban que Elena y yo paseáramos solas y no nos molestaban y en esos días Elena y yo nos contábamos historias de la ciudad, historias que habíamos visto a través de las ventanas entre abiertas y Elena me desvelaba su carta de amor y yo me enfurecía tristemente al saber que Sam la había abordado y Elena había abierto las persianas de su vida y se había asomado al balcón donde Sam la esperaba y atrás habían dejado la ciudad con sus luces abigarradas, sintiendo el viento de la noche que venía desde todos los confines del mundo y siendo sinceramente felices. Aquel día callé y callé todos los días que estuvieran por venir, pero alguien habló y aquella mañana de febrero, fría y desnuda, vimos cómo los dos grupos se enfrentaban y escuchamos cómo George le gritaba a Sam que no tenía valor si nos dejaba hacer y decir lo que nos diera la gana, que el jefe impone las normas y el pueblo obedece, esa es la única religión que esas dos deben acatar, sentenció. Entonces los dos grupos, esta vez unidos, vinieron hacia donde estábamos Elena y yo y con palabras de ofensa nos insultaron hasta que nosotras comenzamos a llorar y ellos a reír y recuerdo como propio el dolor que experimentó Elena cuando Sam le dio una patada que le hizo tambalear, caer al suelo y quedarse así: encerrada y encogida mientras George y Sam gritaban: ¡Qué todo el mundo sepa quiénes son aquí los jefes! Entonces los llamé miserables, muy alto, y no me pegaron, simplemente se marcharon otorgándome la indulgencia que se otorga a las mujeres bobas y débiles. Elena no volvió al recreo e Iris se convirtió en mi mejor amiga y las bandas de Sam y George jamás volvieron a molestarnos: nuestra fortaleza estaba en nuestro espíritu, un sarcófago de vidrio al que todos consideraban locura.

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