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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Un 20 de noviembre del año 1975

Ángela Labordeta

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Aquel día, con mis ocho años recién cumplidos, Madrid amaneció de luto. Al menos eso decía mi abuela que repetía, viendo las imágenes en una televisión en blanco y negro, que mi tío, su hijo, estaría subido en alguno de aquellos árboles para despedir al dictador. Mi abuela empleó esa palabra: dictador, palabra que a mí me sonaba a hierro y que había oído también de boca de mi padre cuando decía que España hubiera sido de luz y letra, de oro y libre si el dictador no hubiera dado aquel golpe de Estado que sumió a su país en una larga y trágica pesadilla. Yo tenía ocho años y aquel día no estaba en mi residencia habitual, en Zaragoza, porque dos días antes de fallecer el dictador mi padre decidió que mamá, la abuela, las niñas y él nos fuéramos a un pueblo pegado a la frontera con Francia. “Por si había que salir corriendo”, decía, alternativa nada desdeñable en un país que había vivido cuarenta años sometido a la violencia, el odio y la ira que los triunfadores de una fatídica Guerra Civil desataron sobre los vencidos, a quienes masacraron, exiliaron y mutilaron.

En aquella España crecí durante ocho años y de aquella España mediocre, miedosa, llena de fábulas crueles y señores bien ataviados que solo sabían mentir y castigar prefiero no recordar nada, porque no hay nada bello que recordar. Era una España de vencedores y vencidos; una España que se proyectaba bajo las fronteras de su propia mediocridad; una España pobre, en blanco y negro, ausente de lectura, de cultura, de mujeres. Era una España en masculino que pisoteaba con zapatos de piel oscura cualquier esperanza, cualquier ilusión; una España de puro y cazalla; una España débil que en su fortaleza ideológica mataba y humillaba. Aquel 20 de noviembre de 1975 yo pensaba que aquella España de carbón y frío, de lágrimas y viudas terminaba y que, como decían mi padre y sus amigos, por fin llegaban la libertad, la revolución y la democracia, palabras que sonaban hermosas, puras, femeninas.

Ayer, cuarenta y tres años después, un hijo de la iglesia, en la basílica del Pilar de Zaragoza, vistió a la Virgen del Pilar con los símbolos de la falange y del franquismo y la pobre virgen tuvo que soportar durante dos horas que el yugo y las flechas, símbolos que en la historia más reciente de España representan la muerte y la represión, la cubriesen. La torpeza es una cualidad humana en sí misma soportable, pero cuando la torpeza se disfraza de maldad deja de ser torpeza para convertirse en crueldad. El franquismo fue un régimen dictatorial y asesino, un régimen donde la ejemplaridad era un reflejo de la mayor de las hipocresías, un régimen donde se robaron bebés, donde se asesinaba en nombre de la patria y en nombre de esa patria todo estaba permitido.

Un régimen que agrieta nuestra vergüenza en las fosas comunes y en el dolor de tantos ojos y vidas arrasadas.

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