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De la revolución tranquila a la revolución de los ricos

Canadá.

Juan Gavasa

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Canadá suele ser observado por los nacionalismos vasco y catalán como el ejemplo de democracia plena, capaz de gestionar sus conflictos internos de manera civilizada y racional. Su manera de resolver la tortuosa relación con Quebec, que votó dos veces en 1981 y 1995 para conseguir la independencia, es el anhelo de quienes consideran a la democracia española como un artefacto defectuoso e incapaz.

Habría que dejar clara una cosa: ni Canadá (entiéndase su gobierno federal) ni la mayoría de canadienses han aprendido a convivir con Quebec. En eso los españoles nos parecemos bastante. Aquella conllevancia de la que hablaba Ortega y Gasset respecto al problema catalán es igualmente aplicable a Canadá. Sus ciudadanos aceptan la existencia de una disonancia en la estructura del país pero la miran de reojo, con distancia e indiferencia. La tratan de evitar.

Los referéndum de 1980 y 1995 fueron una experiencia traumática para el país porque acentuaron el mito de las “dos soledades” que había acuñado en 1945 Hugh MacLennan. En su libro se refería a estas “two solitudes” para describir la desconexión y el alejamiento cultural entre francófonos y anglófonos. Esa realidad social y política solo fue a peor en los años posteriores con la conformación de un movimiento político independentista, la irrupción de la violencia terrorista con la crisis de octubre de 1970 y los dos plebiscitos que certificaron la fractura de Quebec en dos mitades.

Se suele aceptar que esos procesos fueron la expresión radical de la sólida cultura democrática canadiense. Creo que habría que introducir algunas matizaciones: en realidad fue la consecuencia de un vacío en la estructura de un país que estaba todavía diseñando su arquitectura legal y política. La actual Constitución canadiense, promovida por el primer ministra canadiense, Pierre Trudeau, no fue ratificada hasta 1982 (cuatro años después de la española) con la firma de todas las provincias que componen la confederación, excepto Quebec.

Trudeau el québécois, padre del Canadá moderno, fue en 1971 el ideólogo de la multiculturalidad como seña de identidad de un país carente de un imaginario colectivo propio. Es decir; el impulso intelectual de un político brillante y audaz dio forma a la personalidad de un país que en 2017 cumplió 150 años. En Quebec, por el contrario, el idioma y el peso de la religión católica habían actuado durante décadas como la argamasa de una sociedad homogénea y orgullosa de su hecho diferencial dentro del Canadá anglófono.

La famosa “revolución tranquila” iniciada en 1960 en Quebec, un fenómeno inclasificable desde una perspectiva europea, fue la reacción de los quebecois al yugo de la iglesia católica, que impedía la modernización social y política de la provincia y su equiparación al resto del país. Ese movimiento reformista acabaría impulsando el nacimiento del nacionalismo quebecois moderno, basado en una nueva narrativa que ofrecía un relato colectivo sin réplica posible en el Canadá de habla inglesa. El país se estaba haciendo a empentones en una caótica asimetría emocional.

Los dos referéndums, que ganó el no a la independencia por estrecho margen, fueron posibles en cierta medida por la ausencia de una pujante identidad colectiva como país y, principalmente, por la vigencia de un improvisado corpus legal incapaz de dar respuesta a los desafíos generados por el independentismo quebecois. Años después se supo que el primer ministro de Canadá en 1995, Jean Chétien, tenía preparado un referéndum alternativo, en caso de triunfar el Sí, en el que habrían tenido a derecho a voto todos los canadienses. Después del plebiscito, que ganó el No por un puñado de votos, el gobierno federal entendió que el país no podía ser sometido a más tensiones si quería garantizar su cohesión y viabilidad.

Y en contra del mantra común, no acudió a la política para solucionar el problema sino a la ley. El 20 de agosto de 1998 la Corte Suprema de Canadá respondió a una consulta realizada por el gobierno federal canadiense sobre el derecho de Quebec a una secesión unilateral. Ottawa quería acotar definitivamente el irresoluble conflicto entre la provincia francófona y el resto de la federación, de naturaleza anglófona, que yacía en el origen mismo de la nación.

La respuesta del Tribunal sentó jurisprudencia: de acuerdo con el Derecho Internacional no existía ese derecho por parte de un territorio que no se encontrase en situación colonial. Pero con la misma contundencia sostenía que un Estado democrático no podía negar ese derecho si existía una voluntad cualitativamente mayoritaria y manifestada democráticamente mediante una consulta. Sin una mención clara en la Constitución canadiense a este supuesto, la Corte sólo podía instar a ambas partes a negociar de buena fe llegado el caso.

Dos años después veía la luz la famosa “Ley de la Claridad” que consagraba el “parámetro canadiense” sobre el derecho a la independencia de la provincia de Quebec. Su redactor, el prestigioso político quebecois Stephen Dion, quería que el texto determinara claramente las normas de juego en las que se tenía que desenvolver la aspiración de la provincia francófona. Quebec, se suele olvidar, nunca ha aceptado esta ley e incluso aprobó poco después su propio texto; la “Ley sobre el respeto del ejercicio de los derechos fundamentales y prerrogativas de las personas y el Estado de Quebec”, que se inspira en la declaración de la Corte Suprema pero desde una interpretación bien diferente. 

Es decir, cuando los independentistas catalanes y vascos ponen como ejemplo la “ley de la claridad” canadiense para explicar cuál es el modelo a seguir para dar solución a sus aspiraciones secesionistas, suelen omitir que esa ley tampoco fue considerada por el independentismo de Quebec. No ha solucionado el problema. Lo que sí que consiguió el texto de Dion fue fijar un marco tangible en la discusión sobre las consecuencias de una hipotética independencia. Desde entonces, el porcentaje de quebecois que apoyan la secesión de la provincia ha ido descendiendo hasta situarse en un 23%, una de las cifras más bajas de las últimas décadas. Los hijos de los que lideraron los movimientos independentistas en los años 80 se movilizan ahora por unas preocupaciones más globales y transversales: el medioambiente, la inmigración y el futuro laboral. Una Quebec independiente ya no figura entre sus prioridades. Pero como escribía recientemente el columnista Nico Johnson en el Post Millenial, “el separatismo en Quebec no está muerto sino dormido”.

Sin embargo, la Canadá moderna y ejemplar ante el mundo sufre los mismos males que que el resto de democracias homologadas. El populismo, el nacionalismo, la insolidaridad y la xenofobia brotan de manera inquietante en un país que se prepara para el segundo mandato del liberal Justin Trudeau, que ganó las elecciones federales el pasado mes de octubre pero perdió la holgada mayoría absoluta que había conseguido en 2015. El actual primer ministro continuará en el poder gracias a la proporcionalidad del voto amasado en el área más poblada y desarrollada de Canadá: Toronto. Cuando uno echa un vistazo a la inmensa geografía canadiense observa un mapa pintado casi por completo de azul, el color que identifica al partido conservador. 

Cuando se acerca la lente los matices describen un panorama todavía más inquietante. En Ontario, la provincia más poblada de Canadá, gobierna Rob Ford, una versión canadiense de Donald Trump. En Quebec venció en las últimas elecciones provinciales François Legault, antiguo miembro del independentista Partido Quebecois y fundador de CAC (Coalition Avenir Québec), partido que defiende reforzar la identidad de la provincia pero sin abandonar Canadá. Sus posiciones conservadoras en aspectos como el control de la inmigración, la defensa a ultranza del francés o la necesidad de un “examen de valores quebecois” para acceder al país definen de manera alarmante un ideario que pone en cuestión el tradicional carácter inclusivo y solidario del país.

Esas fallas en la construcción social de Canadá se remueven estos días con más fuerza y perfilan un escenario con nuevas zonas de tensión. En Alberta, provincia tradicionalmente conservadora, rica en petróleo pero escasamente poblada, unos recientes sondeos muestran que un 30% de su población apoya la independencia de Canadá. ¿Razones?: el excesivo dinero que aporta al fondo de solidaridad del país para reducir las desigualdades entre provincias, su dependencia de las políticas de Ottawa para gestionar sus recursos naturales y su escasa representación en los organismos comunes de Canadá. Es la revolución de los ricos con la bandera del petróleo, y no parece que vaya a ser tranquila.

 

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