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La Cruz Roja atiende en Zaragoza a decenas de 'sin techo' cada noche

Ayudando a Iván, un búlgaro que llegó hace cinco meses a Zaragoza.

Óscar F. Civieta

Zaragoza —

Cada noche, entre las 20:00 y las 0:00 horas, hay unas personas que recorren las calles de Zaragoza. Su objetivo es ayudar a los que viven en ellas. A los cientos de seres humanos que, en la capital aragonesa, carecen de un techo en el que resguardarse. Se organizan en equipos de cuatro o cinco personas (hoy son cuatro), formados por un conductor, un trabajador o trabajadora social y dos o tres voluntarios.

Cargan el maletero con mantas, sacos de dormir, bocadillos, galletas, café, chocolate… y salen a la calle dispuestos a regalar unas horas de su vida para que las de otros sean un podo mejores. Da igual que llueva o nieve, incluso con más razón en ese caso; ellos quieren ayudar porque, como asegura Manuel, uno de los dos voluntarios que hoy está en la calle, “esto me da vida, es algo que engancha”.

Hay cuatro rutas definidas. Las hacen de lunes a jueves y el viernes repiten una de ellas. Cuando se activa el protocolo por ola de frío salen también los fines de semana. Van a sitios concretos, donde saben que van a encontrar a alguien.

Las personas sin hogar ya les conocen. Para muchos, seguramente, serán sus salvadores. Pero ellos no lo ven así, “simplemente se trata de hacer algo útil, hacer un bien. Y la gente lo agradece”, explica quitándose importancia el otro voluntario de la noche, Claudio.

Escuchar, hablar y ayudar

En muchos casos, dicen, lo que las personas necesitan es hablar con alguien. Que les escuchen. Otras veces prefieren estar solos y se encuentran casos sorprendentes. Como el de la primera persona que visitan hoy en su ruta: es un señor mayor que duerme en un pequeño cajero. Le cuesta hablar y casi no puede levantarse. Ni siquiera se incorpora para abrir la puerta. Habla desde dentro, como si quisiera que nadie turbara su desgraciada quietud. Lo que dice debería sorprender a cualquier mortal: “No necesito nada, habrá otro que lo necesite más”.

No tiene nada. Vive en la indigencia. Sufre a diario para llevarse algo sólido a la boca, pero piensa en los demás. Quizás un ejemplo a seguir, puede que algo sobre lo que reflexionar.

Casimiro es todo lo contrario. Desde hace dos años ha hecho de la Estación del Portillo su casa. Cada noche, cuenta Sergio, el trabajador social, se toma dos chocolates calientes y les cuenta historias. Es de los que precisa ser oído. Se nota que está solo.

Su ropa y su dificultad para hablar le delatan. Corolario de una vida dura. De lucha continua. Pero él se afana en aparentar lo contrario: “Esta es mi casa, aquí vivo bien”, repite. Su cabeza es un hervidero inmarcesible de historias. Reales o inventadas, da igual. Necesita contarlas, que alguien las escuche. Y eso es lo que hacen cada noche con infinita paciencia los miembros de Cruz Roja.

En otro punto de la ciudad, y de nuevo en un cajero, duerme Iván. Un búlgaro que llegó a España hace cinco meses buscando trabajo; qué ironía. Antes había recorrido otros muchos países, es un nómada del S. XXI. La crisis le ha conminado a serlo. Habla español con muchísima dificultad y solo acierta a formar una frase, eso sí, paradigmática: “Aquí no hay trabajo”.

Muy cerca de él, en otro cajero, está Manuel. Todos los prejuicios que algunos puedan tener hacia las personas sin hogar con él se evaporan de un plumazo. Lo poco que tiene se encuentra milimétricamente colocado, está limpio, bien peinado y vestido dignamente. Se levanta al ver llegar a los voluntarios y sin demasiados reparos permite que pasemos.

“Al que vamos a ver ahora le gusta mucho leer”, dijeron los miembros de Cruz Roja antes de llegar. Y Manuel no tardó en demostrarlo. En 20 minutos hace un repaso geopolítico de la situación mundial impecable. Análisis que dejaría mudos a muchos contertulios que cada día pueblan los platós de televisión. Habla de todo. Está enterado de los últimos acontecimientos, conoce a los políticos y demuestra un altísimo nivel cultural. Las cinco personas allí presentes escuchamos con atención. Es una clase magistral dentro de un cajero.

Antes de dejarle, de nuevo, solo, envía su último mensaje: “Yo aquí estoy bien, tengo poco dinero, pero lo justo para tomarme unas cervezas; estar en este lugar evita que acabe en el cementerio o en la cárcel”.

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