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Cuatro aragoneses vuelven a los Andes, 40 años después, para coronar un seismil: “¿Seremos capaces?”

Los cuatro montañeros aragoneses. Foto: Juan Manzanara

Ana Sánchez Borroy / Ana Sánchez Borroy

Zaragoza —

Heráclito decía que “no podrás bañarte dos veces en el mismo río”. Después de hablar con Agustín Osés (Zaragoza, 1952), José Racaj (Ejea de los Caballeros, 1949), Alejandro Cortés (Zaragoza, 1949) y Ramón Cóndor (Zaragoza, 1948), nos queda claro que tampoco podremos subir dos veces la misma montaña.

Nos reciben después de una comida con varios amigos de la asociación Montañeros de Aragón. La entrevista se convierte en una sobremesa de anécdotas divertidas, bromas y recuerdos. Podríamos haber pasado horas escuchándoles sin aburrirnos.

¿Por qué hicisteis esta expedición hace 40 años?

Agustín: la idea se le ocurrió a Agustín Arrieta, que era un amigo de Ramón que trabajaba en Bolivia. Ramón organizó la expedición, aunque luego no pudo venir porque aprobó unas oposiciones y se tenía que incorporar al trabajo.

José: el amigo de Ramón era ingeniero físico y estaba trabajando para una compañía francesa que buscaba yacimientos petrolíferos en Bolivia. Ahora Bolivia es una potencia petrolífera mundial. Nos animó porque entonces era una zona virgen: en aquella época, Perú era conocido, pero de Bolivia prácticamente no había ido nadie y también son los Andes. Solo habían estado alemanes, suizos y una expedición catalana. En principio, iba a ser una expedición clásica de aquella época, viajando cinco personas desde Zaragoza y enviando todo el material por barco, pero no pudo ser. Solo fuimos Agustín (Osés), Alejandro (Cortés) y yo (José Racaj).

Alejandro: la teoría decía que una expedición de menos de ocho personas no tenía ninguna posibilidad de éxito. Ante cualquier problema que hubiéramos tenido, no teníamos “recambio”. O subíamos todos o no subíamos ninguno. Y la verdad es que la gente no daba un duro por nosotros.

¿Qué diferencias había entre lo que llamáis una expedición “clásica” y la expedición “ligera” que terminasteis haciendo?

José: no tenía nada que ver. Era una expedición muy precaria, las pasamos canutas. No llevábamos infraestructura médica. En las expediciones clásicas siempre había un médico; en principio, iba a participar el doctor Morandeira. Al final, nos preparó un botiquín de supervivencia y menos mal que no tuvimos necesidad de usarlo. Además, íbamos con mochilas de 40 o 50 kilos de peso cada uno. Teníamos 25 años y podíamos con lo que nos echaran encima. Al ser solo tres, llevamos todo el equipaje en el avión.

Alejandro: en el aeropuerto Pepe no ganó el premio nacional de teatro de milagro. Yo no sé qué historia le contó a la azafata de facturación… A la pobre le faltó poco para soltar lágrimas.

José: es que el tope de peso de facturación eran solo 20 kilos, ahora son 40. Yo le explicaba a la azafata que éramos una expedición y ella no sabía ni qué era eso. Me dijo que no quedaba otro remedio que pagar. Como no existían ni las tarjetas de crédito, le ofrecí unos cheques garantizados del Banco Hispano Americano y ella no tenía muy claro si servían. Total, que consultó a su jefe y él dijo que guardásemos aquello, que cargásemos el equipaje, pero que nos callásemos de una vez. Una vez allí, tuvimos que hacer autostop para desplazarnos, con caballos, con llamas… aquello fue increíble.

¿Aquello fue casi como un Pekín Express?

José: ¡qué va! ¿Qué más quisiéramos? Yo cada vez que lo pienso se me ponen los pelos de punta. Cuando intentamos subir el Condoriri (5.648), engañamos a un fulano para que nos llevara con sus caballos, pero eran las fiestas de su pueblo e iba tan borracho que no estábamos seguros de que volviera a buscarnos el día que habíamos quedado. Teníamos montado el campamento a 5.600 metros, nos cayó una nevada y no pudimos ascender al pico. Dos días después, una expedición checoslovaca murió al completo en esa misma zona. Al final, el de los caballos vino a buscarnos como habíamos acordado, pero ya nos estábamos comiendo hasta los sacos de dormir porque no teníamos nada de comida. No sabíamos ni dónde estábamos. Nos veíamos andando hacia el Oeste, hasta que llegásemos a La Paz.

¿Cómo habíais preparado la comida?

José: no pudimos llevar nada desde España. Pensamos que algo habría de comer en Bolivia y, efectivamente, había algo, pero panes y otros alimentos que era imposible llevar a una expedición.

Alejandro: no teníamos un duro y, además, había que comprar algo que pudiéramos asimilar. Por ejemplo, probamos una vez lo que ellos llamaban “chorizo a la diabla” y, desde luego, el nombre estaba muy bien elegido.

José: en el mercado de La Paz sí que vendían frutos secos. Fue allí cuando descubrimos qué eran los anacardos. Y nos dieron la dirección de un restaurante alemán que vendía salchichas. Esa fue nuestra comida de ataque. Conclusión: que pasamos hambre. Pesábamos 65 kilos y perdimos unos diez, Alejandro catorce.

Alejandro: una buena idea que ha tenido Pepe es que intentaremos repetirnos algunas de las fotos. Si el tiempo ha conseguido destruir prácticamente la Acrópolis de Atenas, imagínate lo que ha hecho con nosotros (risas)

¿Ha cambiado también la montaña?

Alejandro: claro. Cuando fuimos nosotros al Huayna Potosí había una pista de tierra que llevaba a una mina. Junto a la carretera, había chabolas de barro y techos de hojalata, que es donde pernoctamos. De ahí para arriba, no había nada. Tenías que subirte las tiendas, las colchonetas, la comida… Ahora la carretera está asfaltada, hay un albergue y hay un refugio a mitad del monte. Otro de los motivos para volver es que en todo este tiempo hemos estado en Patagonia, en el Himalaya… y hemos visto los efectos del cambio climático. Resulta que el Huayna es uno de los picos más afectados. De hecho, por donde subimos no se puede ir ahora. Aquello ha cambiado completamente. Y políticamente, cuando fuimos a Bolivia estaba la durísima dictadura de Hugo Banzer. Ahora, Evo Morales es el extremo contrario.

¿Conseguisteis completar el recorrido que teníais previsto?

Alejandro: no, aunque el objetivo era hacer un pico de 6.000.

José: lo que queríamos era hacer el Illimani (6.462 metros). Lo intentaremos también este año.

¿Por qué os habéis decidido a repetir esta expedición 40 años después?

Agustín: ahora estamos todos jubilados y surgió la idea de volvernos a juntar. Después de aquella actividad seguimos haciendo montaña, manteníamos la amistad, pero no nos veíamos tanto. Hace tres años a Pepe se le ocurrió la idea; esta vez, contando con Ramón, que ahora ya no tenía ningún problema laboral.

¿Ahora sí confían en vosotros?

José: la ventaja es que ahora vamos con una compañía de guías de Bolivia, que suben diez o doce veces al año al Huayna Potosí. Antes no había ninguna.

Alejandro: no es lo mismo ir a la aventura, cargando con 40 kilos encima, que ir con una infraestructura organizada; aunque, en definitiva, subir tienes que subir. Es la curiosidad de responder a “¿seremos capaces de hacerlo otra vez?”

Ahora, ¿cuántos kilos tendréis que llevar?

José: como mucho, diez.

Alejandro: la ventaja principal es que cuando nosotros empezamos a hacer montaña no teníamos información. Ahora nos informan exactamente: sabremos que después de media hora de caminata nos encontraremos una placa con una inclinación de 60 grados, por ejemplo. Ya veremos si estamos en condiciones o no de afrontar esas dificultades, pero sabemos a lo que nos enfrentamos. Cuando nosotros fuimos, no teníamos ni idea de lo que íbamos a encontrarnos. Sabíamos que estábamos en un campamento, que allí, a lo lejos, se veía una cima y que entremedio habría hielos y grietas. Teníamos que adivinar si sería por aquí o por allá.

Cuando Pepe planteó la idea de repetir, ¿cuál fue la reacción de los demás?

José: adelante, sin pensarlo.

Alejandro: somos la mejor muestra de que con los años no entra el conocimiento.

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