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“No hay datos para defender que la economía colaborativa reduce el impacto ambiental”

Oksana Mont, profesora de Consumo y Producción Sostenible

Laura Rodríguez

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En los últimos años, no hay día en que algún medio no publique una noticia sobre algún emprendedor de la economía colaborativa. Suelen ser jóvenes, comprometidos y aseguran un éxito fulgurante al estilo de Uber o Airbnb. Algunos son más comedidos y destacan su valor social o ambiental. Pero en general, la idea de un proyecto donde los usuarios intercambian bienes o servicios persuade pues parece, al menos a primera vista, una opción alternativa, democrática y que se adapta al objetivo deseable de sostenibilidad. Sin embargo, la intuición a veces engaña. Oksana Mont, una de las investigadoras con más experiencia en consumo sostenible, lo sabe muy bien. Durante más de 20 años ha entrevistado a todo tipo de consumidores y viajado a países tan diferentes como Estados Unidos o China para averiguar si los modelos de consumo basados en productos de segunda mano o el uso de servicios en vez de la compra de artículos reducen realmente la utilización de recursos. Los resultados son inesperados. Mientras algunos parecen funcionar, otros que consideramos beneficiosos acarrean efectos casi paradójicos.

–Dice que lo importante es indagar si los modelos de intercambio realmente reducen el consumo de productos nuevos. ¿Cuál es su conclusión?

–En algunos de nuestros estudios sobre las tiendas de trueque de ropa de segunda mano, casi todos los usuarios aseguran que para ellos se trata de adquisiciones adicionales que no reemplazan las compras de productos originales, por lo que, en realidad, más que reducir el consumo en realidad lo aumentan.

–La economía colaborativa no parece muy prometedora,

–En realidad, la economía colaborativa tiene potencial para mejorar el impacto ambiental, pero para ello es necesario que los productores formen parte del sistema. Hoy en día, la mayoría de las plataformas pertenece a terceros, bien empresarios que capitalizan el intercambio o los propios consumidores, pero hay muy pocos ejemplos donde los productores intervengan. Por ese motivo, estos lo viven como una pérdida de mercado. Si los productos se reutilizan, entonces pierden la oportunidad de vender otros nuevos. En cambio, si ellos fueran una parte beneficiaria del trueque o del préstamo, les convendría crear productos de mayor calidad y así tendrían que fabricar menos.

 –¿Y eso cómo se consigue?

–Creo que necesitamos más leyes y regulaciones. Si se subiera el precio de los recursos, la producción no sería tan barata e interesaría fabricar productos más duraderos. En Francia hay una regulación que promueve las reparaciones y en Suecia tenemos una estrategia de consumo sostenible que reduce los impuestos cuando se arregla un artículo. El problema es que hoy en día muchos productos tienen un diseño que dificulta la reparación. En el iPhone, sin ir más lejos, resulta imposible cambiar la batería.

–¿Hay alguna manera de promover un cambio?

–La modificación de las conductas no puede venir de los consumidores, ni siquiera de los empresarios. Necesitamos nuevas infraestructuras y leyes que nos faciliten un sistema más circular.

–Quizá los gobiernos podrían tomar nota.

–Sabemos que lo que mejor funciona son las leyes y las prohibiciones. También los instrumentos económicos, como los subsidios o los impuestos. Pero ambas medidas cuentan con poca aprobación social, incluso entre los políticos. Por otro lado, las técnicas informativas, que sabemos que apenas consiguen resultados, tienen el beneplácito de la mayoría, así que depende de quién esté en el poder.

–¿En qué momento nos encontramos ahora?

–Surgen tendencias entre los responsables de tomar decisiones. En un momento, estos decidieron que las políticas no funcionaban y lo dejaron en manos de las empresas. Yo creo que estamos llegando al final de ese periodo de “las empresas saben más”, pues vemos que sus intereses económicos les impiden alcanzar objetivos sociales. Estamos empezando a ver una legislación más dura y la vuelta al palo en una mano y la zanahoria en la otra.

–Parece que ofrecer un servicio en vez de un producto, o un producto con un servicio incorporado, como la reparación, funciona bastante bien en algunos casos.

 –Estudio los sistemas PSS (Product Service Systems, en inglés) desde 1990 y vemos cómo se están generalizando entre empresas. Cada vez más compañías entienden que es muy difícil competir exclusivamente con el diseño del producto y para incrementar su atractivo han aprendido a rentabilizar su valor no solo con sus artículos materiales, sino también con sus servicios. En esta área funcionan muy bien. Pero cuando se miran los modelos de la empresa hacia el consumidor, o de consumidor a consumidor –pues ahora estos han evolucionado hacia la economía colaborativa– la cosa cambia.

–¿En qué sentido?

–Acabamos de estar en Berlín para estudiar la economía colaborativa. Lo que vemos es que las compañías con intereses económicos, que consiguen ganar dinero, son mucho más exitosas y estables en la sociedad mientras que las plataformas sin ánimo de lucro siempre están luchando por sobrevivir. Pero, por otro lado, si miramos su dimensión social o ambiental parece que las organizaciones sin ánimo de lucro consiguen mucho mejor mantener estos principios ya que en los otros modelos estos quedan relegados al fin lucrativo.

–¿Y cuál es el resultado?

–Tenemos un proyecto de investigación en diferentes ciudades y lo que vemos es que en algunas como Berlín o Londres, los gobiernos locales solo apoyan a las organizaciones con fines comerciales porque las consideran start up y tienen presupuestos específicos para ellas. Cuando les preguntas si apoyan la economía colaborativa, al principio no saben de qué se trata y en el caso de proyectos no lucrativos les faltan fondos destinados a ellas. Además, Airbnb y Uber han creado muy mala prensa a estas compañías. Berlín tiene muchísimos problemas con Airbnb porque está encareciendo las casas del centro. Ha sido un crecimiento un poco desafortunado. Pero todo esto de sacar ventaja de la situación es muy humano. Las ciudades y los gobiernos van por detrás creando leyes para la economía colaborativa, pero las empresas y la gente están aprovechándose del momento.

–En su opinión, ¿habría que apoyar a este tipo de economía?

–Desde mi perspectiva, basada en el estudio de su impacto ambiental, realmente no tengo datos para defenderla.

–¿Puede poner un ejemplo?

–Pensemos en cualquier producto que no usemos a menudo o necesitemos durante un periodo limitado: herramientas o cochecitos de niño. Si organizamos un sistema de préstamo, por supuesto es mucho más efectivo en el uso de recursos. Sin embargo, también depende de la distribución. Cuando uno necesita coger el coche para recoger una taladradora con la que va a hacer dos agujeros en la pared, casi causa más problemas que comprando la taladradora nueva.

–¿Cuál es su opinión de los sistemas que transforman la compra de un producto en un servicio?

–Con estos sistemas sí que veo el beneficio. Las compañías son conscientes de lo que cuesta la materia prima y que en algunos casos se está encareciendo. Los sistemas de producto a servicio entre empresas sí reducen el impacto ambiental, pero en la economía colaborativa…

–¿Qué ocurre con las plataformas para compartir coche? Es un área que está estudiando en este momento.

–Estamos estudiando los efectos indirectos de este servicio. Lo primero que hemos descubierto es que en muchos casos se emplea, no porque se carezca de coche propio, sino porque se necesita otro vehículo. En ciudades densamente pobladas, con buenos transportes públicos, donde uno no tiene coche o lo usa esporádicamente, estos servicios funcionan bien y son muy útiles. Pero siguen representando una proporción mínima de los viajes (en Berlín unos 3.000 casos de los tres millones de viajes que se realizan). También hemos investigado el efecto que tendría un éxito masivo de las plataformas para compartir coche y vemos que los productores de automóviles, los proveedores, las infraestructuras, todo el sistema colapsaría. Llegaríamos a una situación de crisis a menos que tengamos soluciones.

–Pero una economía más basada en servicios, ¿no aumentaría los puestos de trabajo?

–Sí, los servicios necesitan más mano de obra, por lo que se podría emplear mayor número de personas, pero al mismo tiempo cuestan mucho dinero. ¿Quién cubriría ese gasto? Tengo casi más preguntas que respuestas.

–¿Y qué desanima a los consumidores a usar estas alternativas?

–Ahora mismo estaba leyendo un informe del gobierno sueco sobre el uso de las plataformas colaborativas, en concreto, de las plataformas que han surgido a través de las tecnologías de la información. En mi círculo de conocidos todo el mundo usa Airbnb o tiene un carnet en alguna tienda de intercambio de ropa. Pero en esta investigación señalan que solo el 10% de los ciudadanos utiliza la economía colaborativa. Y de los que no la emplean, el 80% ni siquiera sabe qué es. Así que el principal motivo es el desconocimiento.

–También dependerá del tipo de producto.

–Sí, claro. Hicimos un estudio con consumidores de Ikea donde veíamos su actitud ante programas de préstamo o consumo de segunda mano. La mayoría no tenía problemas con productos como mesas o estanterías de libros pero en algunos artículos como los textiles estaba la barrera de la higiene.

–¿Cómo sería el consumidor ideal del futuro?

–Suelo bromear sobre esto con mi marido porque él siempre compra productos de mucha calidad y muy caros que utiliza durante muchísimo tiempo. Tiene zapatos de hace quince años que cuando empiezan a romperse se los pone para el jardín y me critica porque yo tengo zapatos que casi no uso. Creo que lo ideal sería que hubiera poca producción de productos caros y de muy buena calidad que duren mucho y se puedan intercambiar o reciclar para uso de segunda mano si nos cansamos de ellos. También me parece muy positiva la nueva moda de transformar productos que ya no usamos, como muebles viejos que se convierten en la base para otros nuevos, o el 'hazlo tú mismo'. Me gusta que los consumidores sean más proactivos.

–En los países nórdicos o en otros países más ricos parece que la economía colaborativa se ha aceptado bien pero, ¿qué ocurre en el resto del mundo?

–Estamos observando varias ciudades del mundo. En los países nórdicos las razones para emplear este tipo de economía son en primer lugar económicas, pero no porque a la gente le falte dinero o trabajo, al contrario que en otros lugares como Sao Paulo donde los problemas económicos son mayores. En los países de la antigua Unión Soviética –yo vengo de Ucrania y crecí en el sistema soviético– la economía colaborativa formaba parte cotidiana del entramado social; era el azúcar que se pedía al vecino. Un poco como en los países del sur de Europa. No era nada extraordinario. Ahora muchos critican que las relaciones entre vecinos o conocidos se hayan comercializado.

–¿Es quizá en estos países donde podría desarrollarse mejor? Al fin y al cabo, sus ciudadanos no están tan acostumbrados al consumo desmedido que vemos en nuestras sociedades.

–Es difícil generalizar. En Manila, por ejemplo, las personas aspiran al estilo de consumo occidental, por lo que son reticentes a las iniciativas colaborativas. En Suecia, aunque la gente puede permitirse comprar productos nuevos, hay un elemento de aprobación social, se ve bien el sentirse socialmente involucrado. Pero en Manila la gente todavía está ascendiendo y no quiere ni oír hablar de compartir. Por otra parte, también hay diferencias culturales. Cuando en China puse el ejemplo de las salas de lavandería de Suecia, muy común en todos los edificios, todos me miraron con escepticismo. ¿Compartir lavadoras? En ese país, las familias tienen una lavadora para los niños y otra para el resto de sus miembros. Así que nada de lavanderías en China.

–¿Es la economía circular el mejor modelo para lograr un sistema sostenible?

–No, para nada, no resulta el mejor modelo si la circularidad es su principal objetivo. Debemos buscar la eficacia en el uso de los recursos. Esta sería realmente la meta y la circularidad un medio para llegar a ella. Pero en muchos casos la circularidad no tiene sentido, es muy cara o requiere consumir más energía, más agua, etc. En la cascada de reutilizar materiales llega un punto en el que resulta más costoso usar los componentes que deshacerse de ellos. Por ejemplo, en el caso del papel empezamos con un papel de oficina de buena calidad, y luego lo transformamos en papel de periódico y más tarde en un rollo de papel higiénico, pero las fibras van acortándose en cada etapa del proceso, por lo que hay un momento en el que es mejor desecharlo y dejar que la naturaleza haga el resto.

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