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Los expertos en Salud Pública José Martínez Olmos, Daniel López-Acuña y Alberto Infante Campos analizan las medidas clave para hacer frente a la pandemia de coronavirus.

Por un confinamiento corto y severo para vencer la tercera ola, salvar vidas y rebajar la presión asistencial para un mayor ritmo de vacunación

Personal sanitario en el Hospital San Pedro de Logroño. EFE/Raquel Manzanares/Archivo

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Al acabar la segunda semana de enero de 2021, se ha llegado a un punto en la evolución de la pandemia, en el crecimiento de la presión asistencial y en el desarrollo de la campaña de vacunación, frente a los que no caben ni planteamientos triunfalistas, ni negacionismos estériles, ni justificaciones para el inmovilismo. 

En primer lugar, no puede decirse que se haya doblegado la segunda ola por la sencilla razón de que, antes del inicio de la tercera ola, nunca se ha llegado a estar por debajo de los umbrales de incidencia internacionalmente reconocidos para hacer esa afirmación. De hecho, España entró en ella con una incidencia de partida muy alta, en torno a los 190 casos por cien mil habitantes en los 14 días anteriores, y esa ha sido una de las razones por la cual se ha llegado a las cifras actuales con tanta rapidez.

En segundo lugar, tampoco puede afirmarse que las medidas contenidas en el actual estado de alarma sean suficientes para frenar la tercera ola. No lo fueron para abatir la segunda y la evidencia científica muestra que para producir una inflexión significativa en la pendiente de la curva hay que ir más allá de lo que se ha hecho hasta ahora. Tal como se demostró durante el confinamiento de la primera ola, hacerlo salva vidas y previene una parte importante de la mortalidad excesiva atribuible a la pandemia.

En tercer lugar, tampoco puede decirse que el programa de vacunación está yendo viento en popa cuando, aunque se haya producido una cierta mejora en la última semana, se está lejos de vacunar al ritmo necesario para alcanzar el objetivo declarado de inmunizar a 15-20 millones de personas el 30 de junio, y eso sin contar con los posibles problemas derivados del suministro de vacunas.

Y, por último, puede ser erróneo seguir aferrados al estado de alarma del 23 de octubre cuando desde entonces ha ocurrido lo que ha ocurrido y se ha llegado a la situación en la que España se encuentra hoy. De hecho, basta con mirar lo que están haciendo buena parte de los países de la Unión Europea y el Reino Unido para ver que han optado por medidas más severas que las que se están adoptando en España.

La situación epidemiológica actual

Desde el inicio de la tercera ola allá por el 11 de diciembre y hasta el pasado viernes, 14 de enero, el número de fallecidos asciende ya a unas 5.700 personas. Los contagios se han triplicado y los ingresos hospitalarios se ha doblado. En la última semana, durante el periodo comprendido entre los días 7 y 14 de enero se ha producido un incremento explosivo en la incidencia acumulada (en torno a un 80%) pasándose de 321,01 a 575,10 casos por 100.000 habitantes. Se ha incrementado en torno a un 37% el porcentaje de camas ocupadas en hospitalización general (de 11,93% de ocupación el 7 de enero a 15,69% el 14 de enero) al haberse incorporado 5114 nuevos pacientes en esta última semana y en torno un 22% la ocupación de las camas de UCI (del 23,97% de ocupación el 7 de enero a 29,56% el 14 de enero) al haberse incorporado 646 nuevos pacientes en idéntico periodo. 

El 14 de enero, todas las comunidades autónomas menos Asturias y Canarias se encontraban en el nivel máximo de alarma del semáforo acordado por el Consejo Interterritorial en cuanto a incidencia acumulada se refiere. Y siete de ellas superaban los umbrales de riesgo alto en incidencia acumulada (250 por 100.000 habitantes en 14 días), ocupación de las UCI por pacientes con COVID-19 (25%) y tasa de positividad de las pruebas diagnósticas (15%).

Estos indicadores, y otros varios que omitimos en razón de la brevedad dibujan una situación sumamente seria. Y lo más probable es que la próxima semana arroje datos aún más negativos, especialmente en lo que se refiere a la presión asistencial y al número de fallecidos.  Por tanto, parece altamente probable que no se haya alcanzado todavía el máximo en esta tercera ola. Y, sin embargo, con 575, ya se ha superado el pico de incidencia acumulada por cien mil habitantes en los últimos 14 días de la segunda ola.

Hay suficientes pruebas científicas como para no tener dudas y actuar con mayor determinación     

Con frecuencia se desestima la importante evidencia científica que existe sobre el impacto de las medidas de reducción de la movilidad y de confinamiento drástico en la disminución tanto en la incidencia como en la presión asistencial y, muy especialmente, en la mortalidad. Son medidas muy pertinentes cuando la transmisión comunitaria está fuera de control, a pesar de sus efectos negativos en determinados ámbitos no esenciales de la economía.  

En este sentido, el pasado 15 de enero el Centro de Control de Enfermedades de los Estados Unidos (CDC), institución emblemática en la gestión de epidemias nacionales e internacionales, dio a conocer en su reconocida publicación Mortality and Morbidity Weekly Report (MMWR) un interesante estudio sobre el impacto sobre la mortalidad por COVID-19 de las políticas de mitigación durante la pandemia.

El estudio arroja una luz muy valiosa sobre lo acontecido en 37 países europeos entre el 23 de enero y el 30 de junio de 2020 y muestra los impactos en términos de la reducción de enfermedad y de fallecimientos que entraña la puesta en marcha de políticas estrictas de mitigación, en las que se incluyen el cierre de la actividad económica no esencial, las restricciones a la movilidad y a las reuniones de grupos y los confinamientos domiciliarios obligatorios, a pesar de los innegables costes económicos y sociales que suponen. 

El estudio concluye que estas políticas estrictas de mitigación fueron exitosas para doblegar la curva de transmisión, pero, más aun, fueron particularmente útiles, mientras más tempranamente se pusieron en marcha, para reducir la mortalidad por COVID-19. Es decir, salvaron vidas y previnieron fallecimientos que eran evitables.

De especial importancia son los hallazgos del estudio que revelan que mientras más anticipatorias sean estas políticas estrictas de mitigación, incluso si se adoptan con unas cuantas semanas de antelación, más eficaces resultan para prevenir la transmisión comunitaria diseminada y para reducir el número de fallecimientos por COVID-19.

¿Por qué hay que ir más allá de lo que se está haciendo hasta ahora?

Con base en lo anterior seguimos creyendo que se dan las circunstancias extremas y excepcionales que justifican la adopción de restricciones severas en forma de confinamientos domiciliarios estrictos, con una duración entre dos y cuatro semanas, para doblegar la curva y reducir de manera intensa la incidencia de la COVID-19 en España. Sobre todo, si, como un reciente estudio en Cataluña demuestra, las reuniones de amigos fuera de casa dan cuenta de más de la mitad de los contagios en el hogar, que es el lugar donde, en las condiciones del clima invernal, se produce un mayor porcentaje del total de contagios.

Estos confinamientos domiciliarios deberían aplicarse de manera quirúrgica en los territorios que superasen el nivel de alerta máxima definido en el “semáforo” que se incorporó en el Plan de respuesta temprana aprobado en el Consejo Interterritorial en octubre de 2020, lo que hoy por hoy comprende la mayor parte del territorio nacional.

Ello permitiría atajar drásticamente la transmisión cuando la elevadísima incidencia y transmisión comunitaria amenazan con desbocarse si las interacciones gregarias y la movilidad se mantienen como hasta ahora. Esto redundaría en una menor presión asistencial y controlaría, o al menos aplanaría, la sobrecarga de las camas hospitalarias y de las UCI por pacientes de COVID-19, que ya se encuentran en cifras sumamente elevadas (con una media nacional de 15 y 30 % respectivamente) y que en siete comunidades autónomas están ya en el nivel de alerta extrema, tal como se ha señalado anteriormente.

En España, se estimó que el severo confinamiento domiciliario impuesto durante la primera ola permitió evitar en un plazo de tres semanas (del 14 de marzo al 4 de abril) casi cuatro de cada cinco de las muertes que se habrían producido de no haberse adoptado. Por tanto, no parece exagerado afirmar que un confinamiento análogo (aunque algo menos severo pues no tendría por qué incluir a la enseñanza primaria y algunas otras actividades que entonces se paralizaron) podría haber evitado casi la mitad de los fallecimientos que hemos tenido desde el comienzo de la tercera ola. Es decir, en torno a 2.500 muertes. Un potencial similar de salvar vidas que se mantendría de cara a las siguientes semanas de más que probable expansión comunitaria de virus. 

Es imperativo cambiar los términos del actual estado de alarma

En los últimos días, los presidentes de varias comunidades autónomas, además de considerar necesario poder ampliar el horario de los llamados “toques de queda”, han solicitado un cambio en el actual estado de alarma para poder decretar confinamientos domiciliarios estrictos en todo o en parte de su territorio. Tal como hemos manifestado desde hace varios meses seguimos creyendo que debería atenderse dicha solicitud, pues eso beneficiaría la eficacia de la lucha contra la pandemia evitando una parte de los nuevos casos y de los nuevos fallecidos con mayor énfasis, intensidad y rapidez que con la estrategia seguida hasta ahora. 

Sin embargo, modificar el estado de alarma requiere el máximo consenso posible, tanto entre las autoridades sanitarias del Gobierno de España y de las diferentes comunidades autónomas, como entre los diferentes grupos parlamentarios en el Congreso de los Diputados.

Y tras la comparecencia del ministro de Sanidad el pasado sábado en la que se ha manifestado contrario a la aplicación de confinamientos domiciliarios en estos momentos, queda solo un escenario que dibuja instrumentos menos eficaces por más que se apliquen con la mayor intensidad posible. 

La intensificación de estas medidas, aplicables con el actual estado de alarma, consisten por ejemplo en el cierre total de la actividad no esencial, lo que, junto a una intensificación del teletrabajo, la docencia universitaria y de institutos “en línea”, una adecuada ordenación del transporte público para evitar aglomeraciones, la limitación estricta del número de personas que puedan reunirse u otras medidas similares, podría reducir sustancialmente las interacciones sociales. Si a esto se le une la ampliación de los horarios de los toques de queda, podríamos estar en un escenario algo más efectivo del que hemos visto durante la gestión de la segunda ola. 

Con todo, este escenario conlleva asumir que se va a tardar más tiempo para conseguir bajar la incidencia y la presión asistencial y, por tanto, implica asumir un mayor impacto en el número de nuevos casos y nuevos ingresos y, por supuesto, más muertes. Algo que entendemos no está justificado en la situación actual.

Por todo ello cuesta trabajo entender por qué, cuando los marcos de actuación quedan desbordados, no se acepta replantearlos a pesar de las evidencias y de las peticiones realizadas al respecto por algunos presidentes de comunidades autónomas. Lo adecuado sería, más bien, convocar a las fuerzas políticas para que apoyen, o al menos no saboteen, los esfuerzos dirigidos a viabilizar las medidas sanitarias y sociales que demanda hoy la lucha contra la pandemia.

Los cuellos de botella del plan de vacunación que se deben superar

La aplicación eficaz del plan de vacunación es una prioridad. Eso requiere reducir tanto como sea posible la presión asistencial para que los profesionales y los gestores del dispositivo asistencial puedan atender este objetivo (además de otras patologías y prioridades). Sin embargo, hasta ahora, la aplicación de las vacunas ha mostrado un ritmo muy desigual y no del todo satisfactorio en varias comunidades autónomas en las que, claramente, hay amplios márgenes de mejora. En consecuencia, se requiere redoblar los esfuerzos para vacunar al ritmo que se necesita y superar las ineficiencias e inoperancias que han experimentado esas comunidades autónomas.

A pesar de los esfuerzos hechos en los últimos días para apretar el paso y aunque el viernes se pusieron unas 90.000 dosis de vacuna en toda España, será necesario triplicar la velocidad para alcanzar la meta del 70% de población inmunizada al terminar el verano. Hay que inocular unas 275.000 dosis diarias de vacuna. De lo contrario, solo en el último tercio de 2021 se podría alcanzar el porcentaje de población vacunada que se ha fijado como objetivo.

No se entiende qué significa decir que “hay que tener más vacunados que contagiados”. En realidad, el objetivo establecido obliga a multiplicar por diez el número de vacunados con relación al número de contagiados y no hay que detenerse hasta lograrlo. Tanto las comunidades autónomas como el Gobierno central tendrán que redoblar los esfuerzos para llegar a la “velocidad de crucero” requerida: dos millones de dosis cada semana durante 35 semanas (o casi tres millones durante 22 semanas si se quiere alcanzar esa cifra de vacunados antes del 30 de junio).

En resumen, es tiempo de actuar con determinación, de modo anticipatorio y tenemos suficiente conocimiento científico que avala cómo hacerlo. Es momento además de fraguar un compromiso de Estado por parte de todas las fuerzas políticas para frenar esta tercera ola, para prevenir un colapso asistencial, para impedir el mayor número posible de muertes evitables y para superar rezagos y acometer con éxito el programa de vacunación en los próximos meses. 

Modificar el estado de alarma para otorgar cobertura jurídica a medidas más estrictas es algo que no debería generar duda alguna ni en el Gobierno central, ni en los gobiernos autonómicos ni entre los diferentes partidos políticos. Y acelerar el ritmo de la vacunación es inexcusable. La salud y la vida de los españoles y españolas así lo requiere.

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