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Hermana Myriam

Iñaki Ochoa de Olza

El sol nos daba de lleno en esa segunda reunión de la vía ‘Anaconda Bong’. Era primavera, y nos estábamos quemando la piel de la espalda. En Etxauri, hay que saber moverse bien al escalar y no basta con usar sólo la fuerza bruta. Ella estaba hecha para trepar con suavidad y elegancia, con esa elasticidad y belleza que no está al alcance de cualquiera. Cuando alcanzó la reunión, le dije:

- Myriam, que dice mi padre que a ver cómo voy a ganarme el pan cuando sea mayor.

Sonrió mientras maniobraba para comenzar a descender, y me dijo sin perder la alegría;

- Bueno, ya encontremos alguna manera decente, y si no, siempre podremos llevar “tostaos” al monte...

No se equivocaba. Myriam García Pascual era cuatro años mayor que yo, pero a mi siempre me pareció que sabía como si tuviera cien más, que era capaz de ver claras las cosas de la vida que para mi formaban todavía parte de una oscura nebulosa. Ahora sé que no era así, que simplemente Myriam había elegido un camino, y que lo seguía con la dicha y la pasión del que sabe que hace con su vida lo que quiere. Myriam era una mujer hermosa por dentro y por fuera, y había algo en ella que te hacía quererla al instante, y que ha marcado para siempre a quienes se cruzaron por su camino. En ella encontré a la amiga y la hermana que siempre estuvo ahí. Era generosa, libre y valiente, sensible e inteligente, divertida y carismática. Y una conductora espantosa, un auténtico peligro al volante.

Escribió el libro más hermoso que yo haya jamás leído, y desde luego el que más me ha influenciado. “Bájame una estrella”, así se titula, es un monumento que debería figurar en un lugar destacado de cualquier biblioteca. El libro es tan tierno cómo “El principito”, divertido como “La conjura de los necios”, al menos tan estremecedor como “Las cenizas de Ángela” y desde luego más profundo que “La nausea”. Es un sencillo canto a la vida simple y salvaje, es una poesía repleta de amor y de sensibilidad. (Y además ilustrado por Mónica Serentill, vaya lujo.)

La primera vez que lo leí, a finales de 1989, me lo había pasado la propia Myriam, todavía en forma de borrador en unas hojas escritas a mano. Habíamos escalado en Riglos el fin de semana, habíamos comido glotonamente, escuchado a Rosendo (para variar), y habíamos hecho otro vivac. En Ayerbe, hicimos auto-stop bajo la lluvia para regresar a Pamplona, pero casi no pasaba nadie. Entonces Myriam sacó las hojas manuscritas, pero al pasármelas se las llevó el aire y cayeron desparramadas por la carretera, mojadas. Myriam soltó un taco, y mientras las recogíamos, dijo:

-Ayyy, me parece que esto no lo va a leer nadie en la puta vida...

Se equivocaba. Las secamos una por una, y me las llevé a casa como un trofeo. Ahora, a veces, la extraño. En ocasiones me gustaría ir a escalar con ella, o tomar un café, y dejarle hablar y que me cuente, y después contarle yo. Por eso y por muchas otras cosas a menudo pienso en Myriam, que, como dijo el poeta, tenía una existencia sin puertas, pero con un montón de ventanas...

Columna publicada en el número 20 de Campobase (Octubre 2005).

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