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'Jagat Fútbol Club'

Iñaki Ochoa de Olza

La gente acostumbra a despedirme en vísperas de mis viajes con una palmada en la espalda acompañada de un “qué vida te pegas”, ignorantes a veces de que la libertad tiene un precio e incapaces en otros casos de decidirse a dar el paso que supone romper algunas barreras, paredes y muros de esta nuestra civilización. Meses después esa misma gente preguntará en las conferencias “¿Por qué?” y “¿Qué se siente?” y yo sudaré explicando que las cimas no significan tanto, y que el número de ochomiles (o tresmiles...) que uno escale no es más que el reflejo distorsionado que percibe el mundo occidental, que todo necesita tenerlo clasificado. Intentaré demostrar que la esencia de mis viajes es el cambio que se produce siempre en mí, el aprender cada día. Y eso se hace durante todo el camino, y no en las cumbres precisamente.

Además, el hecho de largarse a un país lejano no es garantía de nada. Hay gente que viaja y no tiene intención de cambiar y a mí me parece respetable. Esto lo aprendí trabajando de guía el año pasado, dando la vuelta al macizo de los Annapurnas, en Nepal. Mis compañeros de viaje, amigos, eran siete avezados montañeros, hartos de destrozar botas durante años. En 25 días, ninguno de ellos pidió para comer Dal Bhat, (plato de lentejas con arroz que los nepalíes comen dos veces al día durante toda su vida ) y eso que me veían a mi comerlo a diario sin excepción. Preferían pollo o pizza, y alguno no pidió trucha a la navarra de puro milagro.

En mi opinión el éxito del trekking no reside en la calidad de nuestras fotografías, ni en nuestros videos ‘de primera’, sino en lo que seamos capaces de percibir con esa lente interior, con ese objetivo mental que enfoca la realidad y la traduce en enseñanzas. El segundo día de caminata remontamos el curso del río Margsyandi, adentrándonos en tierras habitadas por la etnia gurung . A mediodía paramos a almorzar en Jagat, un pequeño pueblo entre bloques de piedra. Sudorosos y sedientos, nos dirigimos a una casa que se anunciaba como Tibetan Lodge donde nos atendieron un par de mocosos, hermanos de 8 y 10 años. Mientras su madre cocinaba, los niños, tímidos, nos mostraron después su curiosidad.

Me sorprendió su atuendo. Vestían uniforme de futbolistas: botas con tacos de goma, medias hasta la rodilla, pantalones holgados, y el mayor tenía incluso guantes de portero. Compartían un balón que había conocido tiempos mejores. El pequeño, más avispado, se llamaba Moti Lal, de padre tibetano y madre nepalí, y tanto él como su hermano jugaban en el ‘Jagat Fútbol Club’. Me mostró orgulloso su destrozada camiseta con la foto de Ronaldo. En el pueblo, de ocho casas, no había un palmo cuadrado de terreno llano así que, asombrado, le pregunté quien era su ídolo futbolístico. Sin pensarlo, en un inglés perfecto y con un brillo intenso en la mirada me soltó:

—Quiero ser como Beckham.

El que puede cambiar no quiere, y el que quiere simplemente no puede. ¿No piensan en ocasiones que éste es un mundo maldito?

Columna publicada en el número 5 de Campobase (Julio 2004).

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