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La trituradora

Iñaki Ochoa de Olza

Han leído ustedes los avisos en letra muy pequeña que aparecen en algunos artículos de montaña y escalada? También salen en las revistas y nos avisan de que los deportes de montaña son potencialmente peligrosos, de paso que se descargan de responsabilidades. Las estadísticas, que como sabe todo el mundo no valen para nada porque sólo les pasan a los otros, dicen que escalar montañas es uno de los deportes más peligrosos. Lo que no dicen es que lo más peligroso de todo es vivir, actividad a la cual nadie sobrevive, y que nadie ha elegido.

Entre los diferentes deportes de montaña, o como quieran ustedes llamarlos,(el nombre de las cosas nunca cambia su esencia) sostengo que ninguno es ni de lejos tan arriesgado como el himalayismo, y más concretamente cuando se practica sobre la cota de 8.000 metros. De acuerdo estoy en que, en cualquier tipo de escalada, la gravedad no suele tener piedad y el suelo está lejos pronto. Pero los ochomiles demostraron desde el principio que no respetan a nadie, desde que el Nanga se tragó al mejor alpinista de la época, Alfred Mummery, en aquel intento visionario de 1895. Esa misma montaña que luego no ha resultado ser tan peligroso como otras, exigió 32 vidas antes de su primer ascenso, en el año 1953.

Desde entonces los himalayistas han muerto, uno tras otro. Los dos primeros que se enfrentaron abiertamente a Rehinhold Messner en la carrera por los 14, Jerzy Kukuzcka y Marcel Ruedi, se dejaron allí la vida. Messner se retiró, como otros, pero muchos no lo consiguieron a tiempo. Las elites francesa e inglesa prácticamente desaparecieron, Pierre Beghin era creativo, y Benoit Chamoux rapidísimo y coleccionista, pero da igual, ambos se quedaron allí. Los legendarios Peter Boardman y Joe Tasker, Alex McIntyre, Alan Rouse, y algunos más murieron jóvenes. Tampoco importa ser simplemente el mejor, como Anatoli Boukreev, o ser guía y tener oxígeno, como Rob Hall y Scott Fischer.

A las mujeres no les ha ido mejor, más bien mucho peor. Desde que muriera la primera, Claude Kogan, en una montaña de apariencia tan simple como el Cho Oyu, han ido cayendo una tras otra; Wanda Rutkiewicz, Alison Hargreaves, Ginette Harrison, Julie Tullis, Lilianne Barrard, Chantal Mauduit. Todas con varios ochomiles. Entre los españoles, más de lo mismo; Atxo Apellániz, Pepe Garcés, José Luis Zuloaga, Felix Iñurrategi, Xavier Ormazábal. En los últimos 12 meses, 4 alpinistas que terminaban los 14 ochomiles murieron en el empeño: Wladislav Terzeoul (con 13--8000), Mu Taek Park (8), Hideji Nazuka (9), y, el pasado mayo, Christian Kuntner (13).

De cualquier género, de todos los países, de cualquier edad o empleando cualquier estilo de escalada. No importa, el Himalaya es una trituradora. Ningún escalador deportivo, ‘bigwallero’, paseante, esquiador o alpinista se enfrenta a riesgos así.

Y de esos himalayistas, y peor aún, de los que quedan vivos, la sociedad fabrica falsos mitos, leyendas vacías e ídolos de pies de barro. Visto lo visto, se preguntarán ustedes por qué hacemos algo así. Pero eso es mucho preguntar, es como si yo cuestionara qué coño pinta un obispo en una manifestación, siendo ésta además contra un tipo de matrimonio CIVIL. Pues eso, que ni Dios sabe la respuesta.

Columna publicada en el número 18 de Campobase (Agosto 2005).

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