El pan de matalahúva representa a Canarias en un libro que retrata las variedades del alimento que hay en España

Ibán Yarza durante la entrevista con Efe. EFE/ Álvaro Sánchez

Efe/Pilar Salas

Madrid —

Cornecho compostelano, boroñas de maíz asturianas, hogazas en León y Zamora, pamitxa de Vizcaya, tortos cántabros, pan de moños de Huesca, ochíos de Úbeda (Jaen) o pan de matalahúva de Canarias. La variedad de panes en España, algunos en peligro de extinción, es inmensa, como demuestra Pan de pueblo.

Dos años recorriendo 50 provincias en busca de recetas e historias de panes tradicionales le ha costado al vizcaíno Ibán Yarza, periodista de formación y panarra de vocación, elaborar este libro que “no pretende ser enciclopédico ni una guía de los mejores” sino, como hizo Robert Flaherty con Nanuk el esquimal, mostrar a panaderos que “sean un retrato de todos los de España”, explica en una entrevista con Efe.

Ha contado con la ayuda de “mariscales de campo” que le dirigieron hacia aldeas y pequeñas poblaciones para descubrir que no sólo de pan vive el hombre: empanadas gallegas, regañás y rosquillas de varias zonas de Andalucía, pan sobado de La Rioja, las tortas con matalahúva, canela y limón de algunos pueblos de Málaga, las toñas levantinas o las cocas de Mallorca, que amasan las mismas manos, también están en esta obra, editada por Grijalbo.

En total, más de 350 elaboraciones tradicionales y muchas historias detrás de ellas, algunas tristes porque especialidades locales desaparecen al ritmo “semanal” de cierre de panaderías. “Hay una unificación del pan de norte a sur y eso significa una pérdida de riqueza”, advierte Yarza, gurú del pan que imparte su magisterio mediante clases y publicaciones.

Para este amante del pan, es “terrorífico” el último eslabón, ese panadero de estirpe que se ve obligado a clausurar el negocio porque no tiene quién le suceda y con él se van recetas “que han pasado de generación en generación y que expresan la temporalidad y lo local”.

Otra amenaza es la pasión por lo foráneo que profesan los españoles. “El pecado capital de que lo que viene de fuera es mejor. Y a mí me encanta el croissant, pero la ensaimada no tiene ese prestigio y me duele mucho que no haya despachos de cocas en todo el país y sí pizzerías”, lamenta.

Aunque considera que el buen pan está “en trance de perderse” porque la “gran mayoría es mediocre, estandarizado y lleno de porquerías”, hay una “minoría que recupera el aprecio por el pan” y elabora “el mejor que ha habido en la historia de España”, como Jordi Morera (L'Espiga d'Or, en Villanova i la Geltrú, Barcelona), recientemente nombrado Panadero Mundial 2017, o Xavier Barriga (Turris, Barcelona), autor de varios libros sobre la materia.

“Pero hay más gente que nunca comiendo mal pan”, alerta. En un país con revueltas históricas por la subida de su precio, el comensal actual ha aceptado sin chistar el modelo que se impuso después de las estrecheces de la posguerra: blanco y esponjoso a base de aditivos artificiales.

La cultura del pan se diluye, el paladar olvida y el oficio se pierde. “Aquí hay mucha falta de formación; Madrid, por ejemplo, cerró su única escuela de pan. Tampoco hay orgullo de producto como en otros países”, dice, y las cuatro Indicaciones Geográficas Protegidas (IGP), salvo la que protege el pan de Cea en Galicia, no ayudan mucho.

Tampoco los restaurantes han contribuido a crear cultura panarra, critica Ibán Yarza: “Se trata muy mal; lo triste no es que en uno de menú del día te den mal pan, sino que te lo pongan en uno de 50 euros”.

Aunque en algunas zonas hay más posibilidades que en otras de que eso ocurra, y Galicia es una de las que se salva, porque “por estadística encuentras siete panaderías buenas de cada diez”.

Pese a todo, hay quienes se esfuerzan en preservar técnicas “que lees en los libros de historia, que practicaban los sumerios, babilonios y fenicios”, como las tortas para el gazpacho manchego o las de los andrajos en Jaén, dos platos tradicionales.

O la pancha, un pan de 25 kilos de harina de escanda y cocido 18 horas bajo brasas, envuelto en hojas de castaño o parra que aún siguen elaborando algunos panaderos de Asturias. “Tan arcaica -suspira Yarza- que remite al Neolítico”.

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