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Un café

José H. Chela / José H. Chela

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La apatía se me disipó cuando el joven camarero que había preparado la mediocre infusión me dijo lo que costaba: - Son tres euros, señor. - Pues por el importe de sesenta cafés, si no calculo mal, puede usted viajar a mi tierra y pegarse allí una semana en un establecimiento bastante mejor que éste- estuve a punto de decirle, pero no se lo dije, entre otras razones porque el muchacho no fija los precios de su empresa. Pero, sí pensé que, cuando en cualquier lugar de este país nos piden tres euros por un café, sin que a quien nos cobra se le mueva un músculo del rostro, sin que aparezca de pronto un coro de amiguetes cachondos gritándonos ¡inocente, inocente!, sin que lleguen las autoridades económicas a poner orden en la cosa y, lo que es peor, cuando lo pagamos sin rechistar y hasta sin poner mala cara, porque eso es de pésima educación, algo ha cambiado demasiado en esta sociedad, aunque no, al parecer, en las reglas del libre comercio. Tres euros, me permito recordarle al lector, son quinientas pesetas de las de antes. Como el hotel de marras era de cuatro estrellas, no quise ni imaginarme la clavada que podrían sacudirme por una consumición idéntica en otro de cinco de los que existen por los alrededores. Un reciente informe revela que, desde la entrada en vigor del euro, el precio de las pequeñas cosas, vamos a llamarlas así –la prensa, el pan, la cañita de cerveza…- ha experimentado un crecimiento del sesenta y tantos por ciento. Por una vez, la psicología, si bien equivocada, y los fenómenos socioeconómicos convergen y coinciden. El problema –psicológico- es que, en muchos casos y en lo que se refiere a muchos productos, el euro se ha equiparado a las antiguas cien pesetas. La repercusión económica es lógica, porque un euro equivale a ciento sesenta y tantas pelas y las cuentas, aunque nos duelan en el bolsillo y en el poder adquisitivo, casan psicológicamente a la perfección. Lo triste es que uno deba empezar, acaso y con el tiempo, si todo continúa así, a prescindir de esas pequeñas cosas que tanto influyen en el bienestar cotidiano. Las pequeñas cosas son importantes para nuestra vida diaria y Joan Manuel Serrat lo explica muy bien en una de sus más bellas y versionadas canciones. Sin embargo, los que sí se están quedando pequeños –pequeñas cosas- son los sueldos. Y puestos a elegir entre los placeres de los detalles comunes, de los caprichos diarios y las grandes cosas –en tamaño, que no en dimensiones auténticas- ya hay quien se da el gustazo, por ejemplo, de un televisor de plasma, aunque tenga que prescindir del cortadito mañanero. Una pena. En mi humilde opinión, que conste.

José H. Chela

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