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Las calles

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El asfalto es duro. Permanece. El bosque es débil y se humilla. Decía un personaje de novela que su felicidad máxima era pasear por el campo. Lo decía, claro, en una terraza de un bar de una ciudad. Se lo repetía cada día y lo manifestaba a los que pasaban, perros incluidos.

Una intensa librería bonaerense, en la calle La Florida, que se llamaba “Los siete pilares”, atendía muy bien a su clientela en medio de un desorden reinante que rozaba el caos. De vez en cuando, una buena hierba aparecía entre la maleza y se descubría una primera edición de un poeta de la generación del 27. Hasta con dedicatoria. De allí al bar del hotel Plaza. Puro asfalto.

Montevideo no suele enamorar tanto, pero su calidad se esconde entre iglesias, curtidos y librerías de lance que a veces sorprenden. Por ejemplo, la primera edición de “Poeta en Nueva York” editada por Bergamín en México en 1940. Seiscientos cincuenta dólares con descuento, hace veinte años. Puro asfalto.

Casi a la fuerza, cualquier callejón de Londres puede llevarte a Sanxenxo. En Cecil, cerca de San Martin in the Fields, suele producirse el milagro. Por eso hoy la televisión pública española se ha quedado sin cámaras ni quien las opere: todos perdidos en ese pueblo de la ría pontevedresa. Más asfalto.

Por último, ahora que hay circos de reflexión aparente en todas partes, la profesión periodística se reunió en Lanzarote el fin de semana para pensar sobre sí misma. El mojo y la malvasía hicieron de las suyas. Y las clacas, poco conocidas y nada exquisitas, incluso abruptas. Cuando las personas que se dedican a la información, y a la comunicación, tienen que preguntarse sobre sí mismas, o sobre lo que el resto debe decir sobre ellas -casi es lo mismo- es que ya no queda tinta ni tintero. Puro teclado.

A los postres, una bella novela de José María Pérez González, “Peridis”, “El cantar de Liébana”, seduce y sugiere. Casi todo son montañas en ella, aunque puede que alguno de sus personajes sostenga lo contrario.

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