Mariano, orondo, jovialísimo, vital y entusiasta, era, hasta anteayer mismo, el responsable de los clamorosos éxitos de uno de los establecimientos de restauración más afamados de Tenerife. Tan afamado, que al gourmet avisado no le importaba recorrer un centenar de kilómetros desde cualquier sitio de la isla donde se encontrase para gozar de las maravillas que el bueno de Mariano brindaba a su rendida clientela. El viaje merecía la pena además, porque el restaurante en cuestión, Casa Pancho, se enclava en un rincón privilegiado, en Playa de La Arena, allá abajo en esos sures de Santiago del Teide, cabe una preciosa cala de límpida negrura desde la que siempre se divisa, enfrente mismo, como un espejismo que estuviera al alcance de la mano, La Gomera. Mariano Rodríguez, amante de tenderetes y parrandas, noctámbulo y viajero, era uno de esos innovadores coquinarios que trabajaba desde la base nutricia de las recetas y fórmulas populares. Manejaba como nadie los pescados, especialmente los túnidos, que trataba con delicado mimo, y los salados (su brandada de bacalao terminó siendo legendaria). Era un maestro de las marinadas y un sabio administrador de los más variados y exóticos vinagres. La última vez que le vi me sirvió un menú degustación inolvidable. Era el bonachón y siempre sonriente maestro de Casa Pancho uno de los más firmes candidatos a colocarse en esa cúspide mediática en la que Canarias debiera situar a un par de cocineros capaces de otorgar prestigio nacional e internacional a nuestra coquinaria. Está siendo ésa una necesidad urgente para nuestra imagen turística. La posibilidad de Mariano se malogró dramáticamente ayer. Otros, y más jóvenes seguramente, vendrán que superarán acaso sus virtudes y a él le encantará verlo, satisfecho, por un agujerito de la cocina extraterrenal a donde se haya ido. José H. Chela