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El club Marías

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En un contexto de “deflactación” y “topajes”, dos aberraciones lingüísticas recientes de nuestras políticas Isabel y Yolanda, los medios se emborrachan con la ensalada británica hasta el empacho; por supuesto, televisión pública nacional y estatal incluida y hasta el tuétano (y para eso, tanta selección de consejeros, de presidente: tomadura de pelo). Pero en estas se muere Javier Marías y se cambian los tercios, por unos segundos. Hasta en eso fue generoso. Los que lo odian por ahora están callados. La envidia les contiene, hasta la próxima semana. Los que le amamos, pertenecemos a un club con unos centenares de socios, y socias, tres son amigas mías: los que empezamos siempre la lectura de el suplemento dominical de El País, el colorín, por la última página. En ella aparecía el artículo semanal de Javier Marías. Le esperábamos el pasado domingo, pero nos hemos quedado en la tristeza. Su última entrega póstuma no publicada, era un justo elogio y reivindicación a las personas dedicadas a la traducción. Él lo fue.

Desde el otoño, o el invierno, o la primavera de 1986, en que le dieron el premio Herralde de novela, en su cuarta edición, no le volví a ver. En aquella época todavía se ofrecían canapés y copas en el Hotel Colón de Barcelona, a pesar de la proverbial tacañería del editor. Por eso, también casi un poco empalagado de tantos ejercicios de elogio sincero, y cínico, en el homenaje personal a su obra que inicié con una segunda lectura de Tomas Nevinson, me encontré con un texto conmemorativo de Faulkner en su centenario. Marías adoraba al escritor estadounidense, y Marías dice: “Resulta inconcebible el terreno ganado en muy poco tiempo por la ñoñería. Pero quejarse y abominar de la época y de sus vigencias y costumbres no conduce nunca a nada, mientras uno no esté dispuesto a apearse de ella, lo cual siempre cabe y resulta tentador demasiadas veces”,

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