Derechización
El recuerdo más lejano que tengo sobre el mucho interés que siempre he tenido hacia la política viene representado por dos imágenes que, cuando aparecieron, vinieron a tomar asiento en mi intelecto, donde aún las sigo percibiendo, tan frescas y lozanas como al principio. La primera muestra una media pizza dividida en cinco porciones que solo puedo contemplar siguiendo el orden de las manecillas del reloj: en el límite izquierdo está el Partido Comunista de Santiago Carrillo; a su lado, los socialistas de Felipe González; en el centro, la Unión de Centro Democrático de Adolfo Suárez; le sigue, Manuel Fraga con su Alianza Popular; y, en el extremo derecho, Fuerza Nueva de Blas Piñar. Aunque en casa no se hablaba de política, no hasta el punto de gestar y solidificar una conciencia ideológica y una toma de posición por algún trozo, lo cierto es que pronto, muy pronto, fui haciéndome una idea más o menos clara de por dónde creía yo que estaba el camino de la virtud.
La otra imagen que me acompaña, igualmente distante en el tiempo, muy distante, es más desconcertante y, a la vez, más impactante. Es la de una entrevista a un filósofo en la última página del Diario de Las Palmas de vaya uno a saber qué año. ¿Finales de los ochenta, quizás? ¿Principios de los noventa? ¿Fue realmente en ese periódico? Reconozco que no lo sé a ciencia cierta. Recuerdo, o creo recordar, la fotografía de José Luis López Aranguren y el título o subtítulo con una de las declaraciones que hizo al periodista, no sé si del medio señalado o de una agencia de prensa. Ahora mismo soy incapaz de confirmar que el canal fuera ese, pero sí puedo proclamar que su afirmación —que he visto repetida y citada en numerosas ocasiones— vino para quedarse: «El poder derechiza».
Con solo tres palabras había advertido a cuantos quisieron oírlo o leerlo de lo que le ocurre a los que alcanzan un puesto de responsabilidad política: que tienden a ser más conservadores, o sea, a seguir el curso de las manecillas de mi media pizza. En 1984, en un artículo que firmó en El País bajo el título “La izquierda y el poder”, y que conocí a posteriori, declaraba lo siguiente:
«¿Dónde está la izquierda hoy? El partido comunista, tan deprimido en la actualidad, no ha logrado hacer suficientemente creíble, a la opinión pública, la independencia, frente a Moscú, de su eurocomunismo, y hoy por hoy pasa por una crisis de representatividad. En cuanto al partido socialista, hoy en el poder, al estar llevando a cabo una política de centro-derecha, por no decir de derecha sin más, es claro que está defraudando las expectativas de la verdadera izquierda, aunque, por otra parte, esté cerrando el paso a una alternativa de derecha por la que no optarían sino los nostálgicos del franquismo, porque —tiene que decirse— el votante medio español ¿para qué probar una derecha con veleidades neofranquistas o un centro a cuya cabeza aparece un catalanista cuando ya tenemos en el Gobierno al centro (Maravall, Ledesma, Morán), así como a la derecha (Boyer, Solchaga, Barrionuevo), y más vale lo malo conocido que lo peor por conocer? Ésta es, creo, nuestra verdadera y paradójica situación, dentro de la cual la izquierda apenas existe, la derecha no puede sobrepasar el techo dado por la estatura de Fraga, y el espacio político del centro y de una derecha civilizada está ocupado precisamente por el Gobierno».
El artículo se publicó el 17 de noviembre de 1984, veintitrés meses más tarde de que Felipe González, vencedor en los comicios del 28 de octubre de 1982, adquiriera la condición de presidente del Gobierno (BOE, 2 de diciembre) y, en consecuencia, pudiera actuar con todos los poderes que le confiere ser el jefe del ejecutivo. Setecientos dieciséis días después del nombramiento y atentos a las palabras del filósofo, el Gobierno socialista —teóricamente de izquierdas— era en la práctica de derechas. ¿Cuánto se habría derechizado en las 4903 jornadas que duró el cargo hasta que fue nombrado para sustituirle José M.ª Aznar (BOE, 5 de mayo de 1996)?
Otra pregunta: ¿acertó en su observación el que fuera profesor de ética de la Universidad Complutense de Madrid? No soy quien para corregir al maestro y a cuantos afirman que sí; ni a los que, maestros también, son capaces de sostener el no. Nadie soy, pero la idea de la derechización que produce el poder no me la he podido quitar de encima en todo este tiempo. Solo he tenido que ser testigo de cómo han actuado los diferentes gobiernos democráticos de este país desde 1982 teniendo en mente, como si de un astrolabio se tratara, esa remota media pizza contemplándola siguiendo el trayecto de las manecillas del reloj.
¿Sirve la figuración para tomar conciencia de qué conviene votar? Quizás. No lo sé. ¿Me ha servido a mí como votante? En cierta medida, reconozco que sí; mayormente porque, con los años y con la dilatada experiencia de ser testigo activo del panorama político, se ha gestado una tercera imagen: la de la otra mitad de la torta. En esta representación no veo porciones ni ingredientes. Todo está quemado. Nada es comestible. Pasar de un extremo a otro, sin retroceder, siguiendo el movimiento de las manecillas —del tiempo, en suma— nos conduce a una guerra; a sobrepasar esa suerte de límite que fija la gran metáfora del Reloj del Juicio Final.
«Más a la derecha de la derecha, no hay nada», pienso mientras detecto la fortaleza que, con los años, ha adquirido para mí la sentencia de Aranguren.
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