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El encierro

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Las lecturas nunca son inocentes, ¿o los lectores? Ambos ingenuos, improductivos. De toda la obra del filósofo francés Michele Foucault, su primera Historia de la locura en la época clásica y Vigilar y castigar, resultan muy prácticas para comprender los tiempos presentes, sobre todo en nuestro territorio próximo. Así le escribo a Charles Ryder que me solicita explicación, interpretación o dudas, sobre nuestras cosillas políticas: no acaba de entender cómo unos retoques al código penal o un educado recuerdo a ciertos magistrados para que se vayan a casa pues su mandato ya ha acabado, provocan tantos requiebros en la sede de la soberanía popular-nacional. Por eso mismo le cité a Foucault, esas dos obras y El orden del discurso, breve y concisa. Mas no le vale. Me dice que quizás la raíz de nuestros males está en que, en su día, fuimos uno de los primeros países, o lo que fuera entonces, herejes respecto a la iglesia de Roma. Y que de esta forma, llevamos centurias pagando nuestras culpas, y lo que nos queda. 

Como no creo que nada de eso justifique el fétido odio que se respira en casi todas partes, me refugio en un pub en la parte muy alta de la calle Casanova de Barcelona. Se dice la Enagua, hay que bajar unas escaleras y no existe desde hace años. Sin embargo, impertérrita como siempre, me espera la prima Montse, catedrática universitaria de todas las letras a punto de la jubilación. “Aquí siempre dan copas generosas. ¿Te acuerdas de la primera vez? Tú empeñado en enseñar literatura española a los que no sabían de la zona alta de la ciudad, y yo concentrada en el temario de la cátedra”. Un recorrido muy largo, querida Montserrat, para no tener miedo, para equilibrar nostalgias, para reproducir, creo que le dije. 

Después, una bajada aparentemente rápida en moto por la calle Muntaner, porque Montse todavía disfruta y conserva una vieja Trimuph que confiscó a su primer marido. “Cómo corre la cabrona esta sin que le aprietes”. “Bueno, sin que le aprietes no es tu caso, querida amiga”. Tras el casco, Montse debió sonreír. Ya en su casa, me propuso, “vamos a ver el último capítulo de Retorno a Brideshead, es salvífico para curarse de espantos de odios y de enquistados maleficios católicos”. Solo por ver a Diana Quick en el papel de Julia, merece la pena, sí le respondí.

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