Durante casi treinta años, el establishment norteamericano trató de mantenerse neutral en los enfrentamientos bélicos internacionales. Más aún; en la década de los 90, los estrategas del Pentágono llegaron incluso a recomendar la reducción de las tropas acantonadas en Europa, alegando que el final de la “guerra fría” ponía en entredicho la utilidad de la presencia militar en el Viejo Continente. Pero los datos del problema cambiaron radicalmente tras los atentados del 11-S, cuando la mayoría de los americanos reclamó una respuesta contundente contra el régimen islámico de Kabul, que servía de simple tapadera a la organización terrorista Al Qaeda. Norteamérica aplaudió la guerra de Afganistán, sin imaginarse que se trataba de un mero preludio de la ofensiva contra el llamado “eje del mal”, es decir, de aquellos países que albergaban supuestamente bases terroristas. Sin embargo, la intervención anglo-americana en Irak, avalada por falsos informes relativos a la existencia de arsenales de armas de destrucción en masa, provocó una escisión en el seno de la opinión pública estadounidense. En este caso concreto, el malestar no se debía a reacciones aisladas de los grupúsculos pacifistas, como pretendía el servicio de desinformación del Pentágono, sino a una auténtica oleada de protestas contra la tentación intervencionista de los círculos neoconservadores que gravitan en la órbita del actual inquilino de la Casa Blanca. Tras la victoria de los demócratas en las elecciones celebradas a finales de 2006, la Administración Bush se vio obligada a reconsiderar su postura frente a la crisis en la que está sumido el país árabe. Mientras los estrategas advertían sobre el inevitable deterioro de la situación bélica, la nueva mayoría demócrata, que controla tanto el Congreso como el Senado, se pronunciaba claramente a favor de la retirada de las tropas estacionadas en el avispero iraquí, donde los atentados contra la población civil, la rivalidad entre las comunidades religiosas y los ataques contra las tropas de la coalición se cobran diariamente decenas de víctimas. Hace apenas un par de semanas, el Congreso aprobó una nueva asignación 124.200 millones de dólares para el mantenimiento de tropas en Irak, acompañando sin embargo esta decisión de la exigencia de fijar un calendario para la retirada de los más de 150.000 soldados estadounidenses. Según los legisladores, el repliegue debe iniciarse el 1 de octubre y finalizar el 1 de abril de 2008. Pero el Presidente, quien asegura que la retirada podría interpretarse como una “victoria de Al Qaeda”, ejerció su derecho de veto contra el proyecto elaborado por los demócratas. Huelga decir que para una Norteamérica sumida en la precampaña electoral, la cuestión de Irak se convierte en un arma arrojadiza. Los candidatos demócratas a la presidencia, Barack Obama y Hillary Rodham Clinton, tratan de subastarse la simpatía de los círculos influyentes de su partido condenando vehementemente la política de Bush. Mientras Obama alude en sus discursos al “desastre de Irak”, la senadora Clinton, quien votó en 2002 a favor de la intervención militar estadounidense, percibe la presidencia republicana como “uno de los episodios más oscuros” de la historia reciente de los Estados Unidos. Por su parte, el senador Joe Biden, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, estima que es preciso hallar un líder capaz de “devolver a los Estados Unidos el prestigio que se merece a nivel mundial”. Son estos, recordémoslo, argumentos que forman parte del lenguaje empleado habitualmente durante las campañas electorales. Aunque también es cierto que el 64% de los norteamericanos apoya la retirada de las tropas. El presidente Bush, quien no hará nuevas evaluaciones de la situación militar en Irak antes del otoño, tratará por todos los medios de encontrar pretextos para persuadir a la opinión pública de la validez de su política intervencionista.Conviene añadir que en la década de los 70, tras el impeachment de Richard Nixon, el entonces redactor jefe del prestigioso rotativo Washington Post, Bill Bradley, confesaba: “Es posible que (Nixon) haya sido uno de los mejores presidentes de los Estados Unidos. Pero tuvimos que echarle; nos mintió...” Sólo cabe preguntarse: ¿qué opinión tendrán los historiadores de la segunda mitad del siglo XXI de la controvertida presidencia de George W.Bush?Adrián Mac Liman es escritor y periodista, miembro del Grupo de Estudios Mediterráneos de la Universidad de La Sorbona (París). Adrián Mac Liman (*)