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Instigar (y aplaudir) la insurgencia ultraconservadora

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La esperpéntica exaltación del lugarteniente de Feijóo, González Pons, calificando el bloqueo de la renovación del Tribunal Constitucional por parte de la mayoría conservadora del Consejo General del Poder Judicial como una “lección de resistencia democrática”, viene a completar la insurgente declaración del líder “moderado” de la derecha sobre su contumaz bloqueo de la renovación de un órgano constitucional, el Consejo General del Poder Judicial,  “para protegerlo” del Gobierno de Sánchez.

Una de dos: o la dirigencia del PP nunca ha compartido los valores, principios y técnicas jurídicas que sustentan el Estado democrático de Derecho (vamos a dejar aparcado ahora lo de Estado Social); o, si alguna vez  los compartieron, han sufrido una profunda degradación  intelectual, moral y política.

No voy a entrar en que la apelación a la “resistencia democrática” apunta al menos a que el jurista González Pons no vivió  -por razones generacionales- lo que es sentirse bajo el acecho de una banda de pistoleros al servicio de una dictadura, que es lo que era la Brigada Político Social, la siniestra  “Social” del franquismo. Tampoco el inmarcesible Aznar, aunque en este caso no por razones generacionales.

La resistencia a la opresión, que llegó a ser proclamada derecho fundamental en algunas de las primeras Declaraciones de Derechos, tiene una antigua carta de naturaleza en la cultura política del Cristianismo y del Mundo Occidental. Destacados intelectuales españoles como Francisco  de Vitoria y el Padre Mariana influyeron intensamente en su elaboración, entendida siempre como resistencia frente al tirano, que lo es por usurpación del poder o por su despótico ejercicio.

Cuando el dúo Feijóo/González Pons continúan tratando de justificar la violación constitucional que lleva marca de la casa (de la suya, de ellos) como “resistencia democrática”  o como “protección” de órganos constitucionales frente a un  Gobierno sustentado en la mayoría parlamentaria, se están deslizando al terreno de las coartadas históricamente más socorridas por el golpismo.

Porque la legitimidad democrática del Gobierno de España es indiscutible. Y si se hubiera extralimitado del poder sólo podría determinarlo un Tribunal Constitucional con una composición constitucionalmente  en regla, en el marco de sus atribuciones (y no invadiendo las de otros órganos constitucionales) y con plenas garantías procesales: entre ellas la del principio de contradictoriedad, que prohíbe dictar resoluciones judiciales sin permitir a quienes van a verse afectados en sus derechos o intereses legítimos ejercitar plenamente su derecho de defensa. Por eso necesitaba este conservadurismo ultraderechizado seguir controlando “al precio que sea” la composición del Tribunal Constitucional. No sea que un Tribunal Constitucional plenamente legítimo declare que las normas y actos del Gobierno están dentro del marco constitucional y que no han debilitado los poderes del Estado por su “dependencia moral” de ERC. Y que un PP que esconde su proyecto de gobierno -y no porque no lo tenga- se quede, además, sin su relato protogolpista.

He pedido, desde el atril del Senado, en declaraciones públicas  y en algún  artículo periodístico que alguien me demuestre que la estrategia concertada entre el PP, sea casadiano o feijoano, y las mayorías del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional designadas en tiempos de mayorías parlamentarias conservadoras es menos grave jurídica y políticamente que los gravísimos acontecimientos del Procés que culminaron en octubre de 2017.

Aquello fue un grave quebranto de la Constitución impulsado por el Gobierno y la mayoría del Parlament, órganos del autogobierno  de Cataluña; pero órganos autonómicos. Y, como se sabe, autonomía no es soberanía. El orden constitucional prevé procedimientos para afrontar situaciones como aquella y así se hizo.

Sin  embargo, la estrategia instigada por el PP y ejecutada, con disciplina espartana, por miembros de órganos constitucionales designados en su día a propuesta del propio Partido Popular -y muchos de ellos después de haber expirado el período, fijado constitucionalmente, para el que fueron nombrados- constituye un quebranto en presente continuo de la Constitución perpetrado en el seno y desde los propios órganos constitucionales que ejercen altas funciones estatales, que dimanan de la soberanía del pueblo español.

Cada vez que todo esto me viene a la cabeza no puedo dejar de acordarme del texto de la Constitución del Buen Pueblo de Virginia (junio 1776). Después de proclamar que “todo poder es inherente al pueblo”, subraya que el pueblo lo delega en sus representantes “que en períodos determinados se les vuelva a su condición privada, al cuerpo social de donde procedían”. Sé que es un clásico, pero refleja el  pálpito del mejor  liberalismo político (nada que huela a “social-comunismo”, por tanto) del que beben las democracias occidentales contemporáneas, todas de base representativa, como la que instauró nuestra Constitución de 1978.

Es evidente que la Constitución no se escribió pensando en que podría ocurrir lo que está ocurriendo en la misma cúspide del Estado. Y por esa razón no están previstos ni los órganos competentes, ni los procedimientos, ni las naturaleza y consecuencias jurídicas de la respuesta constitucional a situaciones como las que vienen y siguen perpetrándose.

Las constituciones y las leyes en una democracia se redactan partiendo de la confianza en que van a ser respetadas por la ciudadanía y, en especial, por los principales actores políticos. No pueden prever todas las formas imaginables de fraude jurídico, ni de fraude constitucional, como la que llevamos padeciendo desde el inicio de la esta legislatura.

 Ni pueden prever  que mayorías de órganos constitucionales, muchos de cuyos integrantes carecen desde hace tiempo de legitimidad democrática  al haber expirado el “período determinado” para el que fueron nombrados, hubieran seguido ejerciendo sus funciones como si estuvieran en la plenitud de su mandato, designando a más de 70 jueces, inamovibles (art. 117 de la Constitución), de las más altas instancias jurisdiccionales. 

Ni que una mayoría condicionada por magistrados -con su mandato también agotado-  del Tribunal Constitucional, máximo intérprete de la Constitución, promoviera un conflicto constitucional de envergadura difícilmente exagerable, frente a un poder legislativo en plenitud. Y, por tanto, frente a la legítima representación de la soberanía popular, de la que emanan todos los poderes del Estado.

Tal vez el constituyente debiera haber hecho un ejercicio de imaginación legal, como el que aconsejaba el inolvidable Jiménez de Assúa, sin perder de vista la acreditada  querencia antidemocrática de buena parte del conservadurismo español.

No pudo ni pasarle por la cabeza a los constituyentes que las mayorías reforzadas que dejaron establecidas para la elección de órganos constitucionales  -cuya legitimidad no es directa sino derivada de la de las Cortes Generales, que representan al pueblo español, art. 66 de la Constitución-  con la finalidad de promover consensos, integración y garantía del pluralismo, pudieran ser utilizadas como arma de bloqueo por quienes disfrutaron de mayorías parlamentarias ya extinguidas. E impedirle así, no al Gobierno de Sánchez. sino a la mayoría parlamentaria que lo invistió y lo sustenta, renovar la legitimidad democrática de unos órganos constitucionales que han venido adoleciendo de serios déficits de ella.

Por eso, de persistir el bloqueo a la renovación  CGPJ anunciado por el portavoz de Feijóo, tal vez podría hablarse de resistencia frente a la usurpación del poder. Pero en una dirección completamente distinta a la que desde el PP balbucean estos días.

Y resistencia frente a la usurpación no consiste inevitablemente en desobedecer las resoluciones de un órgano constitucional cuya legitimidad ya esté  carcomida. Sino que pueden, y en mi opinión deben -para restablecer la supremacía de la Constitución-  tomarse las medidas necesarias. Que deben ser legislativas. Y urgentes. Cada día perdido es exitoso para la insurgencia conservadora.

Y la protección y restablecimiento del orden constitucional violentado constituirán plena causa de justificación de dichas medidas, que deberán ser proporcionadas y eficaces. Las causas de justificación, en el Estado de Derecho, tienen naturaleza jurídica. Y la tienen también política, precisamente  porque se trata de un Estado de Derecho.

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