Ley de vida
Cuenta la historia que en una ocasión llegó nervioso uno de los discípulos de Sócrates para buscarlo. Le dijo al filósofo que se había encontrado con personas criticando a su maestro, para lo cual le pidió poder contárselo para así responder con la contundencia merecida. Al escuchar esto, Sócrates le pidió que se calmara y le pidió que antes debía responder a tres cuestiones para analizar si valía la pena perder el valioso tiempo en críticas más propias de la superchería. En primer lugar, le preguntó si estaba absolutamente seguro de que lo que vas a decir era verdad. La segunda de las cuestiones se basaba en si lo que iba a decir era bueno o no. Y, para acabar, el tercer interrogante se centraba en la utilidad de lo que se iba a decir. En definitiva, lo que le quiso decir es que solo abre la boca si lo que vas a decir es cierto, bueno y útil. De lo contrario, tal y como se le atribuye a Pitágoras, el silencio es mejor que las palabras sin sentido. Por cierto, el discípulo no dijo nada.
No obstante, tampoco hay que ser tan determinista y, salvo que no sea verdad, para lo cual se ha inventado un término que se denomina “mentira”, las otras dos cuestiones sí que puede que se pueden combinar. Entonces, asumiendo que lo que decimos es verdad, si se pudiera elegir, ¿dónde es mejor instalar nuestras preferencias? ¿En ser seres bondadosos o convertirnos en personas útiles? Aparentemente no son conceptos contradictorios de suma cero pudiendo ser de las dos cosas o ninguna de ellas. Ahora bien, dada la experiencia, los sinsabores ofrecidos no son idénticos.
Sobre la bondad en cuestión, podríamos irnos hasta Jean-Jacques Rousseau a través de su obra “Emilio o De la educación”, al tratar de analizar, desde una perspectiva filosófica, al sistema educativo donde la naturaleza y la experiencia le pueden a los prejuicios, itinerarios preconcebidos y rutinas. Si entramos en otros campos, la bondad se identifica con la obediencia, dado que se realiza por medio de consecuentes acciones apropiadas u omisiones. Obedecer implica, en diverso grado, la subordinación de la voluntad, el acatamiento y el cumplimiento de una demanda o la abstención de algo que prohíbe, de ahí que no siempre se deba confundir con el respeto. Por el otro lado está la utilidad al ser la medida de satisfacción por la cual se valora la elección. Incluso se puede plantear como el interés o provecho que es obtenido del disfrute o uso de un bien o servicio en particular.
Si exiges, porque entiendes que es el camino correcto, ya sea porque la recompensa se aplaza o simplemente porque es lo que hay que hacer en unas determinadas circunstancias, se minimiza la bondad en la ecuación porque se antepone el interés. En este caso nos quedaría la segunda bala, basada únicamente en la utilidad, de forma que, a sabiendas que nos tacharán como seres malignos egoístas, ejecutaríamos decisiones que contribuirían a nuestra felicidad de forma directa. En ese caso, bienvenidas sean.
Es decir, si trabajamos en un lugar inhóspito, pero recibimos una buena remuneración a cambio, o bien, si lo que recogemos es muy bajo, pero la satisfacción percibida es ilimitada, se podría soportar. Por eso, la verdadera bondad útil es la que se basa en si salimos con más que lo que entramos. Es decir, puedes comportante como un ser despreciable que, mientras hagas falta, te idolatrarán con el riesgo que, cuando lo que ofrezcas es insignificante, te sepultarán en el hueco correspondiente. Ley de vida, dicen.
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